La discusión por la cuenta del restaurante
Ni siquiera sé cómo reaccionar. ¿Suplicarle a Lucía, mi esposa, que se quede? ¿O decirle: “Vete si quieres”? Creía que nos queríamos, que planeábamos tener un hijo, que construíamos un futuro. Pero la cena de anoche en el restaurante lo revolvió todo. ¡Por una estúpida cuenta! Ahora me pregunto: ¿me equivoqué al no pagar por su amiga Marta o fue Lucía quien hizo una montaña de un grano de arena? Pero una cosa sí sé: esta pelea me ha hecho pensar en qué está pasando realmente en nuestro matrimonio.
Llevamos tres años casados, y siempre pensé que lo teníamos todo bien. Sí, hay pequeñas discusiones: quién saca la basura, qué película ver o dónde ir de vacaciones. Pero siempre nos entendíamos. Lucía es mi amor, mi sostén. Es brillante, inteligente, nunca me aburro con ella. Incluso hablábamos de tener un hijo, elegíamos nombres, bromeábamos sobre pasear al bebé en su carrito. Y ahora, por una simple cena, me suelta: “Si me tratas así, quizá no deberíamos estar juntos”. ¿Cómo es posible?
Todo comenzó cuando ayer fuimos a cenar con Lucía y su amiga Marta. Amigas desde el colegio, siempre han sido inseparables. Yo la tolero, aunque a veces me saca de quicio su costumbre de opinar sobre todo como si lo supiera todo. Pero por Lucía, siempre he sido educado. Pedimos comida, vino, reímos. Todo iba bien hasta que llegó la cuenta. La miré: una suma considerable, pero nada exagerado. Entonces Marta, con una sonrisa, dijo: “Adrián, invitas, ¿no?”. Me quedé helado. No habíamos hablado de que yo pagaría. Pensé que cada uno pagaría lo suyo, como siempre hacemos con amigos. Pero Lucía me miró como si lo obvio fuera sacar la cartera sin protestar.
Intentando salvar la noche, propuse: “Mejor dividimos la cuenta, ¿les parece?”. Marta asintió, pero Lucía enmudeció, y su mirada se volvió gélida. Pagamos, cada uno lo suyo, y nos fuimos a casa. En el coche, Lucía estalló: “¿No podías pagar por Marta? ¡Es mi mejor amiga! Me has humillado delante de ella”. Intenté explicarle que no lo veía necesario, que no somos ricos para invitar a todo el mundo. Pero no escuchó. “Si eres tan tacaño —dijo—, no sé cómo seguiremos juntos”. Y añadió: “Quizá debería irme”. ¿Irse? ¿Por una cuenta?
En casa, la discusión continuó. Lucía gritó que no respetaba a sus amigos, que le daba vergüenza, que nunca pensó que sería tan “mezquino”. Yo protesté: “Lucía, estamos ahorrando para reformar la casa y para el bebé. ¿Por qué debo pagar el cóctel de 30 euros que Marta pidió?”. Pero ella solo espetó: “¡No es el dinero, es tu actitud!”. ¿Qué actitud? Siempre la he cuidado: vacaciones, regalos, detalles. ¿Y ahora soy un miserable por no invitar a su amiga?
Pasé la noche en el sofá, y al día siguiente Lucía dijo que pensaría si quedarse conmigo. La miraba sin creerlo: ¿era la misma Lucía con la que soñábamos un futuro? ¿De verdad iba a romperlo todo por esto? Dudé de mí mismo. ¿Debería haber pagado sin más? Pero luego pensé: ¿por qué sentirme culpable? No habíamos hablado de eso. No soy un cajero automático para sus amistades.
Llamé a mi amigo Álvaro para desahogarme. Me escuchó y dijo: “Adrián, no es el dinero. Lucía quería que demostraras generosidad. Que su amiga viera qué marido tiene. Y la decepcionaste”. Quizá tenga razón. Pero si era tan importante, ¿por qué no lo dijo antes? Habría pagado sin dudar. Ahora me pregunto: ¿debo rogarle que se quede o darle espacio? La amo, no quiero perderla. Pero tampoco convertirme en alguien que siempre cede.
Hoy intenté hablar. Le dije: “Lucía, hablemos. Si te lastimé, lo siento, pero no entendí lo que esperabas. Seamos claros”. Ella me miró y respondió: “Me duele que no pensaras en mí. Marta ahora cree que tenemos problemas”. ¿Problemas? ¿Por esto? Le sugerí reunirnos con Marta, aclararlo si era necesario. Pero Lucía calla, y ese silencio me asusta.
No sé qué hacer. ¿Insistir? ¿Dejarla ir? ¿Cómo destruir todo por una tontería? Nos queremos, teníamos planes. ¿O solo yo lo creía? Miro nuestra foto de boda y pienso: ¿esto terminará por una cena? Quizá debí pagar y evitar el conflicto. O quizá es la oportunidad de entender qué nos importa de verdad. Solo sé que no quiero vivir sin ella. Pero tampoco sin respetarme a mí mismo.