Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, pero pagué un precio muy alto.

Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, pero pagué un precio demasiado alto.

Me llamo Lucía García y vivo en Segovia, donde las calles antiguas de Castilla guardan sus secretos bajo sombras de otro tiempo. Hoy tengo paz criando a mi niño, que no le falta nada, pero el camino hasta aquí estuvo marcado por un dolor que pocos imaginarían. Mi historia es una cicatriz en el alma, oculta tras la sonrisa con que recibo cada amanecer.

Todo comenzó antes de la graduación, cuando terminaba el instituto. Tenía diecisiete años y soñaba con universidades. Pasaba tardes enteras en la biblioteca municipal, entre el olor a papel viejo y promesas de futuro. Los bibliotecarios eran como familia; mis padres, Antonio y Carmen, se partían el lomo para mantenernos. Él era capataz en una fábrica; ella, directora de un colegio. Aquella noche de febrero, perdí la hora leyendo y me quedé sin autobús. Decidí cruzar el parque de la Alameda, que conocía como mi barrio. El frío cortaba, pero no tenía miedo… hasta que apareció él.

Un hombre con uniforme militar, oliendo a alcohol rancio. «¿Tienes fuego?», gruñó. Negué con la cabeza, pero me atrapó antes de huir. Nadie alrededor, solo su respiración áspera. Me arrastró entre los arbustos, me cubrió la boca. Rasgó mis medias, mi ropa interior. La nieve quemaba mientras me violaba. Yo era virgen; él aplastaba mi cuerpo como si quisiera borrarme. Las lágrimas se helaban en mis pómulos. Al terminar, se marchó como si tal cosa.

Llegué a casa hecha trizas. Escondí la ropa rota en el contenedor y callé. La vergüenza me paralizaba. Tres meses después, supe que estaba embarazada. Mi mundo se deshizo. Mis padres, entre lágrimas, descartaron un aborto por el riesgo. Decidimos huir a Toledo para ocultar el escándalo. Dejaron sus puestos de trabajo, amigos, vidas enteras. Papá renunció a su ascenso; mamá, a su plaza fija. Sobrevivieron con empleos miserables mientras yo daba a luz a Javier.

Cuando lo vi por primera vez, me sorprendió su inocencia: tenía mis ojos, mi sonrisa… Era un rayo de luz en tanta oscuridad. Con los años, mis padres jamás se arrepintieron. Cuando Javier empezó la guardería, conocí a Nicolás. Llegó con poemas y paciencia, quiso a mi hijo como propio. Nunca le conté la verdad; temía romper el hechizo. Su amor era demasiado frágil.

Han pasado veinticinco años. Javier es ingeniero en Madrid, comprometido, pronto me hará abuela. Nicolás sigue a mi lado, llenando la casa de libros y café recién hecho. Aún despierto sudando, reviviendo aquel parque, el olor a coñac barato. Pero entonces oigo a Javier reír por teléfono, y sé que el dolor dio fruto. Mi hijo es mi victoria. Mis padres lo sacrificaron todo; Nicolás me enseñó a confiar de nuevo. Vivo agradecida, aunque la herida late en silencio. Sonrío, sí, pero bajo esa máscara hay una niña que nunca sanó. Aun así, bendigo cada día con ellos. Porque hasta de la noche más negra puede nacer el alba.

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Disfruto de una vida tranquila con mi hijo, pero pagué un precio muy alto.