Disculpe… ¿dónde estoy?” — murmuró la mujer, mirando por la ventanilla del coche como si no entendiera lo que ocurría.

Perdona… ¿dónde estoy? preguntó la mujer en voz baja, mirando por la ventanilla del coche como si no entendiera nada.

Doña Marcelo, hemos llegado. Esta es la residencia de mayores «Santa Ana». A partir de hoy vivirá aquí.

¿Cómo que viviré aquí? su voz tembló. ¿Y mi hija? ¿Vendrá a verme?

Dijo que llamaría respondió el conductor, bajando la mirada.

Dejó en el suelo una pequeña maleta: un jersey, un peine, una foto antigua.

Cuídese, doña Marcelo. Aquí son buena gente.

El coche arrancó.

Y ella se quedó allí, plantada bajo el viento, sola, desorientada, con un corazón que se negaba a creer lo que pasaba.

Una enfermera con bata azul se acercó.

Bienvenida. Soy Nicolasa. Venga, le enseñaré su habitación.

¿Habitación? Yo tenía una casa. Un jardín, rosales bajo la ventana…

Aquí también tendrá su rinconcito con flores. Ya verá dijo la mujer con dulzura.

La habitación era pequeña pero limpia. La otra cama la ocupaba una anciana dormida bajo la manta.

Esta es tía Ileana explicó Nicolasa. Calladita, pero buena persona.

Bueno, no importa. Yo no soy de las que callan sonrió Marcelina.

Pasaron días monótonos, todos iguales.

La mayoría de los residentes vivían en silencio, encerrados en sus recuerdos, esperando llamadas que nunca llegaban.

Pero Marcelina no aguantó el silencio.

Una mañana salió al patio y pidió una pala.

¿Qué va a hacer, doña Marcelo? preguntó el vigilante, sorprendido.

Plantaré flores. Porque si no hay aire que respirar, al menos habrá algo que crezca.

Y plantó: menta, claveles chinos, albahaca.

Aquí tendremos nuestra pequeña vida decía. Cuando no hay nadie a quien esperar, se puede esperar a que broten las semillas.

Pronto el patio olía a primavera.

E incluso tía Ileana, que llevaba semanas sin hablar, susurró un día:

Huele a hogar…

Sí respondió Marcelina. Porque el amor también tiene su aroma.

Luego habló con la directora:

Déjenos montar un taller. Para coser, tejer y contar nuestras historias. Porque el silencio es la peor enfermedad.

La directora aceptó.

Y en pocos días, la sala se llenó de risas, hilos y recuerdos.

¡Yo cosía vestidos de novia! recordaba una.

¡Y yo trajes de teatro! contaba otra.

Marcelina asentía:

Veis, aún somos útiles. Mientras las manos recuerden, el corazón sigue vivo.

Con la primavera, todo cambió.

Las flores florecieron, las paredes se llenaron de color, el aire vibraba de vida.

En la puerta colgaba un poema de Marcelina:

*«No importa dónde esté tu hogar,*
*lo importante es tener cerca un corazón que escuche.*
*Y un cielo bajo el que dar las gracias.»*

Un día, un coche caro aparcó frente a la residencia.

Bajó una mujer elegante, joven.

Busco a mi madre. Marcelina Iriarte.

Ella estaba en el patio, con una regadera en la mano.

Irene…

Mamá, he venido a llevarte a casa.

Hija… ya estoy en casa.

Perdóname, mamá. Creí que hacía lo mejor…

Hiciste lo que sentías. Pero mira estas personas ya no existen para nadie. Si me voy, ¿quién regará sus almas?

Pero no tienes por qué hacerlo.

Nadie obliga a amar. El amor se da sin condiciones.

Irene miró a las ancianas sonrientes, las flores en flor, a su madre, más serena que nunca.

Aquí es bonito, mamá.

Porque aquí los corazones respiran juntos.

Desde entonces, Irene visitaba cada fin de semana.

Traía pasteles, pintaba con ellas, escuchaba sus historias.

Marcelina decía con orgullo:

Es mi hija. Me enseñó que, aunque te abandonen, aún puedes ser luz para alguien.

Con el tiempo, la directora le propuso:

Doña Marcelo, sin usted esta residencia no sería lo mismo. Queremos que sea la coordinadora.

¿A mi edad? se rió. Bueno, si el alma no envejece, ¿por qué no?

Así, todos empezaron a llamarla «doña Marcelina», la mujer que devolvió la vida a la vejez.

Preparaba té de menta, cantaba, escribía poemas para cada una.

¿De dónde saca tanta energía? preguntaba Nicolasa.

Aprendí a regar el corazón, no la pena.

Pasaron los años.

Los periódicos hablaban de «Santa Ana»: *«El hogar donde la vejez sonríe»*.

Cuando le dieron un premio, Marcelina solo dijo:

La mayor recompensa es sentirse útil. Porque la juventud se va, pero el amor no.

Una mañana, ya no estaba.

En la mesita dejó una nota:

*«No lloréis.*
*Me he ido a cuidar las flores del cielo.*
*Cuidaos los unos a los otros.*
*Porque el amor no tiene edad… ni se jubila.»*

Irene lloró mucho, pero con una sonrisa.

Siguió el legado de su madre: plantó flores, habló con las residentes, llevó vida.

Y en aquel lugar todos sabían que, gracias a una mujer sencilla, el mundo se hizo un poco más cálido.

Porque para cambiar vidas no hace falta ser un héroe.

A veces basta con regar una flor…

Y un corazón humano.

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MagistrUm
Disculpe… ¿dónde estoy?” — murmuró la mujer, mirando por la ventanilla del coche como si no entendiera lo que ocurría.