«Perdona, Sofía, pero ahora ella vivirá con vosotros…»
Sofía y Marcos llevaban toda la mañana arreglando el jardín. Las hojas caían sin cesar, alfombrando el suelo de amarillo, y la tranquilidad era tan profunda que ni siquiera apetecía pensar. De repente, el silencio se rompió con el timbre del móvil. Marcos miró la pantalla y, frunciendo el ceño, murmuró:
—Mi madre… A ver qué quiere ahora.
Activó el altavoz y la voz de Margarita sonó tajante y nerviosa:
—Marcos, prepárate. Ven a mi casa ahora mismo.
—¿Qué pasa? —se tensó él.
—Vamos a recoger a Lucía y a los niños. Se acabó. Su marido las ha echado de casa.
Sofía, que estaba junto a la escoba, palideció. Lucía, la hermana de Marcos. Con sus hijos. ¿Sin hogar?
La casa donde vivían era el sueño de Sofía. Amplia, con un porche acogedor, un jardín y muebles nuevos. La habían construido juntos, invirtiendo no solo dinero, sino también el alma. A Marcos le pareció una locura: vender el piso en la ciudad, mudarse al campo, empezar de cero. Pero Sofía sabía convencerlo. Y al final, la casa era exactamente como la había imaginado.
Al principio, todo era perfecto. Hasta su suegra, que al inicio refunfuñaba, el día de la inauguración admiró: «Sofía, eres una genia, esto es un cuento».
Pero luego llegó lo inevitable.
Todos los viernes, puntual como un reloj, aparecía Margarita, acompañada de Lucía, su marido Adrián y sus tres hijos. No eran visitas, eran invasiones. Comer, limpiar, todo recaía sobre Sofía. Ni ayuda, ni agradecimiento. Cuando se quejó a Marcos, él solo encogió los hombros: «¿En serio? Son familia. Hay que ayudar».
Una vez, incluso osó pedirle a Lucía que lavara los platos. La respuesta fue un bufido: «¿Estás loca? Acabo de salir de la peluquería. Rompería las uñas». Sofía apretó los dientes y los lavó en silencio.
Cuando Lucía llegó sola, sin Adrián, Sofía respiró aliviada. Un problema menos. Pero pronto la alarma sustituyó al alivio: Lucía vagaba por la casa como un fantasma, lloraba por las noches, gritaba a los niños. Margarita lo explicó: Adrián pidió el divorcio. No solo eso, las echó del piso, alegando que era suyo y no había nada que repartir.
—¡Pero yo no puedo acogerlas! —se justificó Margarita—. Tengo mi vida. Voy a casarme. Que se queden con vosotros.
Sofía se quedó helada. ¿Con ellas? ¿Y los niños? ¿Por cuánto tiempo?
Marcos bajó la mirada:
—No podemos dejarlas en la calle. Es mi hermana. Hay que ayudarlas.
Lucía se instaló. Si antes Sofía podía respirar los fines de semana, ahora cada día era una guardería y un comedor social. Lucía y los niños no movían un dedo; todo caía sobre ella. Y Marcos… solo se exasperaba: «Deja de quejarte. Aguanta un poco más».
Dos meses después, Sofía estalló. Tras otra discusión, hizo las maletas y se fue a casa de una amiga.
Margarita llamó con frialdad:
—Bien hecho. Vete. No mereces nuestro apellido. Por cierto, la casa será de Lucía. Marcos la construyó en nuestro terreno. A ti no te pertenece nada aquí.
Marcos lo entendió demasiado tarde. Fue a buscarla, admitió que había echado a Lucía y a los niños, que sabía dónde estaba su verdadera familia. Quería que volviera.
Sofía regresó. Pero ya no era la misma. Era más fuerte. Y con una condición: nunca más permitiría intrusos en su hogar.
Margarita los borró de su vida. Pero Sofía no lo lamentó.
A veces, para construir la propia felicidad, hay que aprender a decir «no» incluso a quienes llamas familia.