Dio todo por la felicidad de su hija, pero la echó a dormir en la calle: así le agradeció el amor y la vida.

Sabes lo que es perderlo todo y seguir adelante, ¿verdad? Sabes lo que es esconder las lágrimas tras el ajetreo del día a día, con una sonrisa humilde que saludas cada amanecer. Y sabes lo que es ser traicionada por aquellos por los que darías la vida. Me llamo Carmen. Si alguien me hubiera dicho hace un año que mi única hija me echaría a la calle como una mendiga, me habría reído en su cara. Pero la vida sabe golpear donde más duele.

Mi marido y yo vivimos veinte años como uña y carne. Él trabajaba en una fábrica de harina, honrado, sin ambiciones exageradas, solo manteniendo a la familia. Murió de repente: la manga de su chaqueta se enganchó en una máquina… y se acabó. De su cuerpo apenas quedaron restos. Fue la primera grieta en mi corazón. Me quedé sola con dos hijos: un niño y una niña. Mi hijo se fue a hacer el servicio militar… y volvió en un ataúd de zinc. Un compañero quiso “bromear” con un arma. Apretó el gatillo. Mi niño se fue.

Me quedé ciega de dolor, apenas podía respirar. Pero estaba Lucía, mi pequeña, mi esperanza. Aguanté por ella. Terminaba el instituto, era lista, guapa, llena de sueños. Y cuando apareció en su vida un novio elegante y adinerado, me alegré: quizá al menos ella tendría su felicidad.

La boda fue rápido. Lucía lo quería “como en las películas”: restaurante, vestido de volantes, limusina. Me dejé la piel: pedí un crédito, vendí mis joyas, gasté hasta el último ahorro. Todo por ella. Los padres del novio eran fríos y distantes. No me gustaron desde el principio. Me miraban por encima del hombro, como si fuera la criada. Pero me callé, no quise amargarle el día a mi hija.

Después de la boda, los recién casados vinieron a verme: “Mamá, siempre dices lo difícil que está todo con la vivienda. ¿Por qué no vendes tu piso y nos ayudas a comprar uno para nosotros?” No lo entendí al principio. Pero Lucía insistió. Lloró, juró que me lo agradecería toda la vida. Me convencieron de vender el piso, prometieron que apenas se estabilizaran, me buscarían un sitio. Compraron un luminoso piso de dos habitaciones, y yo me fui a un pueblo perdido, a la vieja casa de mi madre, medio derruida y olvidada por el tiempo.

Allí la vida era solitaria y dura. No conocía a casi nadie. Un día quise ir a la ciudad, a visitar las tumbas de mi marido y mi hijo. Llamé a Lucía, pero no contestó. Así que fui sin avisar. Llamé a su puerta. Él abrió. Ni una sonrisa. Me dejó pasar, pero a regañadientes. Lucía se alegró, pero su marido la cortó en seco. Me sentó en la cocina, me dio de comer, y luego soltó: “Mamá, lo siento, pero no puedes quedarte. Te llamo un taxi para la estación”. La miré sin creerlo: esa era mi hija, por la que lo había dado todo.

No acepté el taxi. Hacía frío, los autobuses ya no pasaban. Tuve que dormir en un banco, bajo un portal. Pero no me arrepentí: al menos pude ir al cementerio, hablar con los míos.

Volví a casa y decidí: no iría más a verla. Que viniera ella cuando quisiera.

Pasó casi un año. Y un día chirrió la cancela. En la puerta estaba Lucía, embarazada, con una bolsa y la mirada apagada. Lloraba. Su marido la había echado. ¡A ella, por la que yo había perdido mi hogar! Le pregunté: “¿Y el piso?”. “Está a su nombre. Lo registró todo él, y hasta su madre firmó papeles de la reforma. Mamá, no me queda nada…”.

Fui a hablar con mis ex-suegros. Y ellos me enseñaron papeles: “La casa se compró en matrimonio, así que mitad para cada uno”. De mi dinero, ni palabra. Pedí al menos compensación… y se rieron. Dijeron que la reforma “cubría mi inversión”.

Llevé el caso a los tribunales. Pero las leyes no están de parte de las madres que creen en promesas y no piden recibos. Me denegaron la demanda. Todo estaba en regla… pero no en conciencia.

Lucía se quedó conmigo. Avergonzada, llorando, pidiendo perdón. Y yo la miraba y sentía el mismo amor de madre. La abracé, la besé en la coronilla y le dije: “Eres mi hija. Estaré contigo mientras tenga fuerzas”.

Quizá la conciencia remuerde a mi yerno. Porque después de nacer mi nieta, de repente me envió 10.000 euros. Sin una palabra. Ese dinero vino como anillo al dedo: el invierno había sido duro. Lucía me insistía en comprar un piso modesto en la ciudad. Le dije que lo pensaría. Y una vez más, miré por la ventana, hacia donde están esas dos tumbas. Susurré: “Perdonadme, no supe proteger a nuestra hija. Pero estoy con ella… mientras pueda”.

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MagistrUm
Dio todo por la felicidad de su hija, pero la echó a dormir en la calle: así le agradeció el amor y la vida.