Tengo cincuenta años, y mi marido, cincuenta y cinco. Toda la vida hemos vivido con modestia, pero unidos, esforzándonos por ayudarnos, apoyarnos y superar las dificultades juntos. Juntos criamos a nuestro hijo, Álvaro. Hace poco cumplió veintitrés años y anunció que quería vivir por su cuenta. Lo tomamos con calma —era lógico, a su edad—. Pero detrás de esa decisión había algo mucho más doloroso.
Álvaro dejó claro desde el principio que no pensaba alquilar un piso. Considera que nosotros, como padres, estamos obligados a comprarle una vivienda. Incluso propuso un plan concreto: vender nuestro acogedor y modesto piso de dos habitaciones, lleno de recuerdos, y con el dinero comprar dos estudios —uno para nosotros y otro para él—.
Al principio me quedé sin palabras. No era solo un piso; era nuestro hogar, nuestro nido, lleno de esfuerzo, memoria y vida… Aquí había transcurrido todo nuestro pasado, lo bueno y lo difícil.
Mi marido se negó rotundamente. Es de la vieja escuela, cree que un hijo adulto debe ganarse su propio dinero, ahorrar y construir su vida por sí mismo. Y lo entiendo. No somos ricos, pero dimos a Álvaro todo lo que pudimos: ropa buena, actividades extraescolares, clases particulares, pagamos sus estudios, comida, medicinas. Cuando quiso reformar su habitación, también lo ayudamos.
Pero nuestro hijo, al parecer, cree que no es suficiente. Le avergüenza vivir con sus padres a su edad, y por eso exige que vendamos nuestro hogar para su comodidad.
Cuando su padre se negó, Álvaro montó un escándalo que me dejó helada. Gritó que unos buenos padres aseguran el futuro de sus hijos, que somos unos pobres y que no es una familia de verdad, que ni siquiera nos pidió nacer. “Podrían haberlo pensado antes”, le espetó a su propio padre.
Desde entonces, apenas hablamos. Mi marido dice que se le pasará, que es cosa de la edad. Pero yo no estoy segura. Por las noches, miro al techo y me pregunto: ¿tendrá razón? ¿Si lo trajimos al mundo, no debimos darle un mejor comienzo? ¿Y si no pudimos, qué mérito tenemos?
Pero luego recapacito. Le dimos todo lo que teníamos. Todito, sin guardarnos nada. Y él… Vive en su habitación, no ayuda con los gastos, ni siquiera da las gracias. Cero responsabilidad, cero gratitud. Solo exige: “Denme”.
Sí, no somos ricos. Pero trabajamos con honestidad. Le dimos amor, techo, comida, cuidados y educación. No lo abandonamos, no lo traicionamos, no malgastamos ni lo maltratamos. ¿Y ahora, por haber crecido, somos unos “pobres” para él?
Quizá suene duro, pero un chico de veintitrés años puede alquilar su propio piso. Es un adulto. No tiene tres años. Que prefiera manipular a sus padres… ya no es culpa nuestra, sino suya.
Díganme, ¿somos tan malos padres? ¿O tenemos derecho a decir “no” cuando nos exigen sacrificar lo último por las ambiciones ajenas? La vida enseña que dar todo no garantiza gratitud, y que a veces, el amor también necesita límites.