Dijo “todo está bien” y lloró toda la noche

—Mamá, ¿qué te pasa? —Carmen tiró del brazo de su madre—. ¿Por qué no me contestas? ¡Te estoy preguntando!

—Todo está bien, hija —dijo Elena Fernández, secándose las manos en el delantal antes de volverse hacia la ventana—. Solo estoy cansada hoy.

—¿Cansada? ¡Si estás jubilada! —la voz de Carmen sonó irritada—. Llevo media hora hablándote de la mudanza y parece que no me escuchas.

—Te escucho, te escucho. Os vais a una casa nueva, qué bien.

Carmen resopló y se sentó a la mesa de la cocina, donde las tazas de té ya frío seguían sin tocarse.

—Mamá, ¡mírame de una vez! ¿Qué ocurre?

Elena se volvió lentamente hacia su hija. En sus ojos brillaban lágrimas no derramadas, pero se contuvo con firmeza.

—Ya te lo he dicho, todo está bien. Sigue contándome de tu casa.

Carmen observó a su madre con atención. Algo no iba bien, pero no sabía qué. Su madre parecía más delgada, con ojeras marcadas bajo los ojos.

—Mamá, ¿y dónde está papá? ¿Aún no ha vuelto de la huerta?

—Tu padre… —Elena titubeó—. Tu padre se ha retrasado. Tiene mucho que hacer allí.

—¿En diciembre? —Carmen frunció el ceño—. ¿Qué puede hacer en la huerta en diciembre?

—Bueno… —Elena miró al suelo—. Revisar la casita, quitar la nieve. Es invierno.

Carmen no se lo creía. Su padre nunca iba a la huerta en invierno. Decía que no valía la pena, solo gastar en gasolina.

—Llámale, mamá. Que vuelva, necesito hablar con los dos.

—No le molestes —respondió Elena rápidamente—. Está… ocupado.

—¿Ocupado en qué? —Carmen sacó el móvil—. Le llamo yo.

—¡No! —su madre le arrebató el teléfono de las manos—. Por favor, no le llames.

Carmen se quedó atónita.

—Mamá, ¿qué pasa? ¿Os habéis peleado?

—No nos hemos peleado. Todo está bien, ya te lo he dicho.

—¡Ese “todo está bien” no me vale! —Carmen estalló—. Estás pálida como el papel, con los ojos rojos, papá no aparece, ¡y tú repites como un loro que todo está bien!

Elena apretó los labios y volvió a mirar por la ventana. Fuera, los copos de nieve caían suavemente, cubriendo el patio de blanco.

—¿Quieres té nuevo? —preguntó, cambiando de tema—. Este ya está frío.

—¡No quiero té! ¡Quiero la verdad!

Carmen se levantó y se acercó a su madre.

—Mamá, soy tu hija. Si algo pasa, tengo derecho a saberlo. ¿Dónde está papá?

Elena cerró los ojos. El dolor que llevaba una semana guardándose le apretaba el pecho. Una semana de silencio, de medias palabras, de fingir.

—Tu padre… —empezó, pero se interrumpió.

—¿Qué le pasa a papá? —Carmen la agarró por los hombros—. ¡Me estás asustando!

—No le pasa nada. Está bien de salud.

—Entonces, ¿dónde está?

El silencio se alargó entre ellas. Elena jugueteaba con el borde del delantal.

—En casa de Lola —murmuró al fin.

—¿De qué Lola?

—De Lola Martínez. La vecina del tercero.

Carmen parpadeó, confundida.

—No entiendo. ¿Qué hace allí?

—Vive —susurró Elena.

La palabra cayó como una piedra en un estanque, extendiendo ondas de comprensión.

—¿Cómo que… vive? —repitió Carmen.

—Se ha ido con ella. Hace una semana. Dijo que ya no podía seguir conmigo, que la quería a ella.

Carmen se dejó caer en una silla como si le hubieran quitado el suelo de debajo.

—Mamá… ¿Es verdad?

—Sí.

—¿Y tú me dices que todo está bien?

Elena, por fin, se volvió hacia su hija. Su rostro estaba empapado en lágrimas que ya no podía contener.

—¿Qué querías que te dijera? ¿Que tu padre, con quien llevo treinta y ocho años casada, me ha dejado por una vecina? ¿Que ahora soy una vieja inútil que no le importa a nadie?

—Mamá… —Carmen se levantó y la abrazó—. ¿Por qué no me lo dijiste antes?

—No quería preocuparte. Tú con la mudanza, los niños, el trabajo… ¿Para qué necesitabas mis problemas?

—¿Qué niños? ¡Mis hijos ya son mayores! ¡Y tú eres mi madre! ¡Tus problemas son los míos!

Elena sollozó contra el hombro de su hija.

—Carmencita, estoy destrozada. No sé qué hacer. Cómo seguir adelante.

—Cuéntamelo todo. Desde el principio.

Se sentaron juntas en el sofá. Elena se secó los ojos con un pañuelo y empezó a hablar.

—Todo comenzó hace tres meses. Tu padre llegaba tarde, decía que tenía cosas que hacer. Luego se volvió frío. Antes siempre me preguntaba cómo estaba, qué había cocinado. Pero de pronto solo veía la tele o miraba el móvil.

Carmen escuchó sin interrumpir.

—Al principio pensé que estaba cansado. En el trabajo tenía un proyecto nuevo. Pero luego noté que se arreglaba más. Se compró camisas nuevas, se echaba colonia. Y en casa, siempre callado.

—¿Y no sospechaste nada?

—Sospeché, claro. Pero pensé que quizá eran imaginaciones mías. Tantos años juntos, los hijos, los nietos… Parecía imposible.

Elena volvió a llorar.

—Hasta que me crucé con Lola en el mercado. Se comportaba raro, evitaba mirarme. Y entonces lo supe.

—¿Qué supiste?

—Que estaban juntos. Lo sentí. Llegué a casa, y tu padre se preparaba para salir. Dijo que iba a casa de Manuel. Pero iba tan elegante, tan arreglado…

—¿Y le seguiste?

—Sí. Qué vergüenza, pero lo hice. Fue directo a casa de Lola. Subió a su piso.

Carmen apretó los puños.

—¿Y qué hiciste?

—Nada. Volví a casa y me pasé la noche en vela, pensando. Por la mañana, él apareció como si nada. Pidió el desayuno y se fue al trabajo.

—Mamá, ¿por qué no hablaste con él? ¡Tenías que haberle dicho algo!

—Tenía miedo —confesó Elena—. Miedo de que si hablaba, se iría. Así, al menos, estaba en casa. Al menos lo veía.

—¿Y cuánto duró eso?

—Un mes. Un mes entero fingiendo que no sabía nada. Cocinandole, lavandole la ropa, limpiando. Y por las noches, llorando en la almohada.

Carmen negó con la cabeza.

—Mamá, ¿cómo pudiste sufrir así?

—¿Qué iba a hacer? ¿Armar un escándalo? ¿Gritar? Pensé que quizá pasaría. Que recapacitaría.

—Pero no pasó.

—No. Hace una semana llegó y me dijo que se iba. Así, en el desayuno. Le serví el café, y él soltó: “Elena, me voy. Me he enamorado de otra mujer”.

Elena tembló al recordarlo.

—¿Te imaginas? ¡En el desayuno! Como si hablara del tiempo.

Carmen la abrazó con fuerza.

—¿Y

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