Dijo “te amo” cuando ya era demasiado tarde.

Dijo “te quiero” cuando ya era tarde. Carmen Martínez guardaba en una caja viejas fotografías cuando encontró una del baile de graduación. Hace cuarenta años posaba junto a Miguel, quien le rodeaba los hombros con tanta cautela como si temiera ahuyentarla. En la imagen ambos sonreían, pero Carmen recordaba el temblor de sus manos cuando Miguel se acercó a pedirle una foto juntos.

—Carmencita, ¿podemos hacernos una? —susurró él entonces, ruborizándose sin mirarla a los ojos—. Solo para el recuerdo…

Ella asintió en silencio, aunque el corazón le martilleaba tan fuerte que creía oírlo en toda la sala. Todo el último curso, Miguel la acompañó a casa, cargó su cartera, la ayudó con las matemáticas. Y ella fingía no darse cuenta, simular que le daba igual.

Ahora, revisando enseres antiguos tras enviudar de Vicente, Carmen comprendía todo lo perdido. Vicente vivió con ella treinta y cinco años, fue un buen hombre, padre entregado de sus dos hijos. Pero su corazón siempre retuvo la imagen de aquel chico tímido de la graduación.

—Mamá, ¿qué haces ahí revuelta? —su hija Marta asomó al dormitorio—. ¿Te ayudo?
—Nada, organizo fotos. Mira qué joven era —Carmen mostró la instantánea.
Marta la tomó, la examinó con detenimiento.
—¿Y quién es este contigo? No parece papá…
—Un compañero de clase —respondió la madre.
—Qué apuesto. Y te mira así… enamorado —sonrió Marta—. ¿Tuvisteis un idilio?
Carmen volvió la cara hacia la ventana. Tras el cristal, una llovizna otoñal teñía el aire y en las gotas se reflejaban las hojas doradas de un plátano.
—No hubo idilio. Solo éramos amigos —murmuró.
Luego añadió, como disculpándose:
—Él fue a formación profesional, yo a la universidad. Caminos distintos.
Marta se encogió de hombros, dejó la foto y salió. Carmen quedó sola con sus memorias.

Tras la graduación, solo se vieron unas pocas veces. Miguel la visitaba en casa, se sentaban en la cocina, tomaban café. La madre de Carmen, Ana María, le tenía claro aprecio.
—Buena persona —le decía a su hija—. Trabajador, formal. Y te mira como a una santa.
—Mamá, no inventes —replicaba Carmen—. Somos solo amigos.
—”Amigos” —suspiraba la madre—. A tu edad yo ya pensaba en casarme.

La última vez que Miguel fue fue en agosto, antes de empezar el curso. Carmen preparaba el ingreso en Medicina. Libros de química y anatomía se apilaban sobre la mesa, su habitación era un caos de apuntes.
—¿Te molesto? —preguntó él en la puerta.
—Pasa —asintió Carmen sin levantar la vista del libro.
Miguel se sentó frente a ella. Tras un largo silencio, habló:
—Carmenta, ¿por qué no nos casamos?
El corazón se le detuvo. Alzó la mirada, encontrando la suya. Miguel estaba erguido, las manos juntas sobre las rodillas, cada palabra le costaba un mundo.
—Lo digo en serio —continuó—. Te quiero… muchísimo. Desde quinto. Y no quiero a nadie más. Tú estudiarás, yo trabajaré, ahorraremos para un piso. Esperaré a que termines, y luego… seremos una familia.
Carmen lo miró sin poder articular palabra. El pecho le ardía, quería gritar “sí”, tirarse a su cuello. Pero algo la frenó. ¿Miedo a parecer frívola? ¿Deseo de terminar los estudios? ¿O simple pánico ante una verdad tan inmensa?
—Miguel, yo… —empezó, pero él la interrumpió.
—No respondas aún. Piensa. Esperaré.
Una semana después, Carmen partió al campus de Toledo. Nunca le dio respuesta. Y al volver ya universitaria, Miguel salía con su compañera de clase, Aurora Morales.

Carmen suspiró, dejó la foto a un lado. Cuántos años habían pasado, y todo permanecía vívido. Aurora presumiendo del anillo de compromiso, Miguel saludando azorado a Carmen en la calle, sus felicitaciones y deseos de felicidad.

En la facultad conoció a Vicente. Era un curso mayor, guapo, seguro de sí. Insistió en cortejarla, regaló flores, la llevó al teatro. Carmen se casó con él al tercer año. La boda fue suntuosa, muchos envidiaban.
—Mamá, ¿querías a papá? —le preguntó Marta siendo ya adulta.
—Por supuesto que sí —respondió Carmen.
Y era verdad. Lo quiso. De otra forma, menos intensa y nerviosa que como quizá habría querido a Miguel, pero con sinceridad, con cariño de familia. Vicente fue buen marido, buen padre. Ganaba bien, nunca bebió, nunca fue infiel. Carmen trabajó como médica en un centro de salud, crió a los hijos, llevó la casa. Vida corriente de familia normal.

A veces se encontraba con calles de Miguel. Había envejecido, arrugas, el pelo entrecano. Pero los ojos eran los mismos: bondadosos, algo tristes. Se saludaban, intercambiaban palabras sobre el tiempo o los hijos. Carmen sabía que él y Aurora tenían tres criados, que era encargado en la fábrica de automóviles, que vivían en un piso de dos habitaciones en las afueras.

La última vez lo vio en el hospital. Vicente estaba en Cardiología tras un infarto, Miguel en la sala contigua. También el corazón. Casualidad los juntó en el pasillo.
—¿Carmen? —no creyó lo que veía—. ¿Qué haces aquí?
—Está mi marido —explicó—. ¿Y tú?
—Bah, un susto —fingió desdén Miguel—. Dicen los médicos que exceso de trabajo, estrés…
Se miraron en silencio sin saber qué decir. De pronto él preguntó:
—¿Recuerdas cuando te propuse matrimonio? En tu cuarto, en la mesa…
Carmen asintió. Desde luego recordaba.
—Fui idiota —suspiró Miguel—. Debí pedirte matrimonio, sí, pero antes gritarte que te adoraba. Quizá entonces
Y aquella mirada juvenil de Miguel seguía brillando desde el marco, testimonio silencioso de un amor que jamás se pronunció en voz alta y que ahora dormía para siempre bajo la tierra húmeda de noviembre.

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Dijo “te amo” cuando ya era demasiado tarde.