Dijo “te amo” cuando ya era demasiado tarde

Gala Martín apilaba fotos viejas en una caja cuando topó con una del baile de graduación. Cuarenta años atrás, posaba junto a Miguel, que la sujetaba por los hombros con tanto cuidado como si temiera asustarla. Ambos sonreían en la foto, pero Gala recordaba cómo le temblaban las manos cuando Miguel se acercó a pedirle la foto.

—Galita, ¿puedo salir contigo? —dijo él, rojo como un tomate y evitando su mirada—. Solo para recordar…

Asintió en silencio, aunque el corazón le latía tan fuerte que creía que todo el salón lo oía. Miguel la había acompañado a casa todo el último curso, cargando su cartera, ayudándola con mates. Y ella fingía no darse cuenta, como si le trajera sin cuidado.

Ahora, ordenando trastos tras enviudar, Gala entendía todo lo perdido. Víctor compartió con ella treinta y cinco años, fue buen hombre y padre atento de sus dos hijos. Pero su corazón siempre recordó a aquel chico tímido de la graduación.

—Mamá, ¿qué hurgas por ahí? —asomó la hija, Olvido—. ¿Echo una mano?

—Ya ves, ordenando fotos. Mira qué joven estaba —Gala le mostró la imagen.

Olvido cogió la foto, la examinó con detalle.

—¿Quién es éste a tu lado? No parece papá…

—Un compañero de clase —respondió escueta la madre.

—Qué guapo. Y te mira con un aire… enamoradizo —Olvido sonrió—. ¿Hubo algo?

Gala volvió la vista hacia la ventana. Tras el cristal, una llovizna de octubre hacía brillar las hojas doradas de los plátanos.

—No hubo nada. Solo éramos amigos —dijo queda.

Luego añadió, como disculpándose:

—Él entró en Formación Profesional, yo a la Universidad. Caminos distintos.

Olvido se encogió de hombros, dejó la foto y salió. Gala se quedó a solas con sus recuerdos.

Tras la graduación, apenas se vieron un puñado de veces. Miguel iba a su casa, tomaban té en la cocina. La madre de Gala, Ana Isabel, le tenía simpatía.

—Buen chico —opinaba—. Trabajador, formal. Y te mira como a una virgen de Semana Santa.

—Mamá, no inventes —se defendía Gala—. Solo somos amigos.

—”Amigos” —suspiraba su madre—. A tu edad yo ya elegía mantelería.

La última vez que Miguel fue fue en agosto, antes del curso. Gala preparaba el ingreso en Medicina. Libros de Química y Biología apilados, la habitación hecha un caos de apuntes.

—¿Te molesto? —preguntó asomando la cabeza.

—Pasa —Gala asintió sin levantar la vista del libro.

Miguel se sentó frente a ella. Calló mucho rato antes de hablar:

—Gala, ¿por qué no nos casamos?

El corazón le dio un vuelco. Alzó la mirada, encontrándose con la suya. Miguel estaba muy derecho, manos sobre las rodillas, cada palabra parecía costarle un esfuerzo enorme.

—Lo digo en serio —continuó—. Te quiero… muchísimo. Desde primaria. Solo a ti. Tú estudiarás, yo trabajaré, ahorraremos para un piso. Esperaremos a que acabes y luego… ya sabes, en familia.

Gala lo miraba incapaz de hablar. Todo hervía dentro, quería gritar “sí”, abrazarse a su cuello. Pero algo la frenaba. ¿Temor a parecer frívola? ¿Ganas de terminar la carrera? ¿O simplemente miedo ante semejante sentimiento?

—Miguel, yo… —empezó, pero él la interrumpió:

—No respondas ya. Piensa. Esperaré.

A la semana, Gala se fue a la capital de provincia para el examen. Nunca le respondió. Y al volver como universitaria, Miguel salía con su excompañera, Lucía Rueda.

Gala suspiró, dejó la foto aparte. Tantos años pasados y todo parecía ayer. Como Lucía presumía de sortija de compromiso, como Miguel saludaba turbado al cruzarse con Gala en la calle, cómo ella les deseaba felicidad.

En la universidad conoció a Víctor. Un curso mayor, guapo, seguro de sí. Fue insistente: flores, teatro. Se casaron en tercero. Boda fastuosa, todas envidiaban.

—Mamá, ¿querías a papá? —preguntó Olvido ya adulta.

—Claro que sí —contestó Gala.

Era cierto. Lo quiso. Distinto, no con esa intensidad que pudo sentir por Miguel, pero con cariño de familia. Víctor fue buen marido, buen padre. Ganaba bien, ni una copa de más, siempre fiel. Gala trabajaba como médica en el ambulatorio, crió niños, llevó la casa. Vida normal de familia normal.

A veces veía a Miguel por la calle. Envejecido, arrugas, canas. Pero los ojos igual: buenos, algo tristes. Saludaban, cambiaban dos frases sobre el tiempo o los hijos. Gala sabía que él y Lucía tenían tres crios, que él era encargado en una fábrica, que vivían en un piso de dos habitaciones en las afueras.

La última vez fue en el hospital. Víctor estaba en Cardiología tras un infarto, y en la habitación de al lado, Miguel. También el corazón. Se toparon en el pasillo.

—¿Gala? —no daba crédito a sus ojos—. ¿Tú por aquí?

—Mi marido está ingresado. ¿Y tú?

—Bah, un susto —dijo Miguel haciendo un gesto—. Dice el médico que son nervios…

Quedaron en silencio, sin saber qué decir. De pronto, él preguntó:

—¿Te acuerdas de cuando te pedí matrimonio? En tu cuarto, en aquella mesa…

Gala asintió. Claro que sí.

—Fui un memo —suspiró Miguel—. No debí pedirte casarte. Solo decirte que te quería. Quizá me habrías contestado…

—Miguel, no… —susurró ella—. ¿Para qué ahora?


Elena García guardaba la foto de la graduación en la caja mientras Olga voceaba desde la cocina: “¡Mamá, el bacalao se enfría y el microondas pita como loco!”, pero aquella imagen de Miguel sonriente, con sus ojos ilusionados, permanecería en el cajón de la cómoda, guardando para siempre palabras de amor murmuradas demasiado tarde, palabras que él nunca escuchó.

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Dijo “te amo” cuando ya era demasiado tarde