Diez años perdidos

**Diez años perdidos**

—¡Pero qué dices, Valeria! —gritó Lucía, agarrando la taza de café frío de la mesa—. ¡Diez años! Diez años de amistad, y tú…

—¿Y yo qué? —la interrumpió Valeria, levantándose del sofá—. ¿Acaso tenía que rendirte cuentas de cada paso que daba? ¡Tú misma dijiste que ya no querías nada con Adrián!

—¡Lo dije! ¡Pero no para que tú salieras corriendo hacia él! —Lucía dejó la taza con tanta fuerza que el café se derramó en el platillo—. Dios mío, ¿cómo voy a poder miraros a los dos después de esto?

Valeria volvió a sentarse en el sofá, apretando sus oscuros cabellos entre los puños. Sabía que esta conversación era inevitable, pero no estaba preparada para tanta rabia.

—Lucía, escúchame… —dijo en un tono más bajo—. Somos adultos. Lleváis divorciados un año. ¡Un año! Y todo este tiempo no has dejado de repetir que eras libre, que jamás volverías a él…

—¡Sí, lo dije! ¿Y qué? —Lucía abría y cerraba los armarios de la cocina sin parar—. ¡Eso no significa que esté preparada para verlo con mi mejor amiga!

—Ex mejor amiga, por lo que veo —respondió Valeria con una sonrisa amarga.

Se conocieron en la universidad, en primero de Empresariales. Lucía era una chica vivaracha, de pelo rizado y colorado, mientras que Valeria, seria y estudiosa, siempre tras sus gafas de pasta. No tenían nada en común, y sin embargo, se hicieron inseparables.

—Vale, ¿tú sabes maquillarte? —le preguntó Lucía después de la primera clase, mirándola con curiosidad.

—No, ¿para qué? —respondió Valeria, sorprendida.

—¡Pues yo te enseño! Y tú me ayudas con mates, ¿vale? Se me dan fatal los números.

Así comenzó su amistad. Lucía convirtió a Valeria en una chica más segura de sí misma, y Valeria la sacó de todos los suspensos. Eran uña y carne: estudiaban juntas, salían de fiesta, pensaban en el futuro.

—Oye, Val —decía Lucía, tumbada en su cama del residencia—, yo quiero casarme con un hombre de verdad. Que sea fuerte, guapo, que con solo una mirada me haga temblar las piernas.

—Yo solo quiero amar —respondía Valeria—. Que me entienda sin palabras, que podamos estar en silencio y sentirnos felices.

Adrián apareció en sus vidas en tercero. Alto, deportista, con una sonrisa fácil y seguridad en cada gesto. Se había trasladado de otra ciudad y captó la atención de todas en la facultad.

—¡Ay, chicas, estoy perdida! —exclamó Lucía al verlo por primera vez—. ¡Ese es mi príncipe!

Valeria solo sonrió. Adrián era guapo, sí, pero algo en él le resultó demasiado… perfecto. Como si siempre supiera exactamente qué decir.

—¡Lucía, hola! —les dijo Adrián al salir de clase—. ¿Me recomiendas algún sitio decente para comer por aquí?

—¡Claro! —respondió Lucía, radiante—. Val, ¿vienes con nosotros?

—No, tengo que hablar con un profesor —mintió Valeria—. Id vosotros.

Lucía se enamoró al instante. Y Adrián, al menos en apariencia, correspondió a esa chica llena de vida. En un mes ya eran novios, y Valeria quedó relegada, aunque ambas lo disimulaban.

—¡Venga, Val, no te enfades! —le decía Lucía—. ¡Somos como hermanas! ¡Adrián también te quiere mucho!

—No pasa nada —respondía Valeria—. Es que tengo exámenes.

Pero sí pasaba. Porque Adrián era especial. Era el único que escuchaba de verdad sus pensamientos, el único con quien podía hablar de libros, de cine, de ideas que nunca compartía con Lucía.

—Valeria, ¿has pensado en dedicarte a la investigación? —le preguntó un día en una cafetería—. Tienes una mente brillante.

—¡Venga ya! —se rió Lucía—. Val es práctica, irá a la empresa privada, ¡a ganar dinero!

—No sé —respondió Valeria en voz baja—. Quizá.

Adrián la miró con intensidad, y ella sintió que se ruborizaba. Había algo en sus ojos… ¿comprensión? ¿Interés? No sabía qué, pero el corazón le latía con fuerza.

—Lucía, ¿podrías…? —empezó Adrián, pero ella lo interrumpió:

—¡Ay, se me olvidaba! ¡Tengo cita con el dentista! Val, ¿acompañas a Adrián a la residencia?

Y salió corriendo antes de que respondieran.

Caminaron en silencio por el parque de la universidad. Era octubre, las hojas crujían bajo sus pies, el aire olía a lluvia.

—Val —dijo Adrián de repente, deteniéndose—. ¿Sabes que eres muy guapa?

—¿Qué? —casi tropieza—. ¿De qué hablas?

—De lo que digo. Lucía es radiante, sí, pero tú… eres especial. Tienes una mirada que lo dice todo.

Valeria apartó la vista. El corazón le martilleaba tan fuerte que creía que todo el parque lo oía.

—Adrián, no —susurró—. Estás con Lucía.

—Lo estoy —asintió—. Pero eso no significa que no pueda ver a otras. A ti.

—Lucía es mi mejor amiga.

—Lo sé. Por eso no hago nada más. Pero si…

—Los “si” no valen —cortó ella—. Vamos.

Llegaron a la residencia en silencio. Adrián quiso decir algo más, pero Valeria entró rápidamente.

Esa noche, Lucía volvió con la cara hinchada, pero feliz.

—¡Val! —gritó al entrar—. ¡Resulta que no era el diente! ¡El dentista dijo que era estrés! ¿Sabes por qué estoy así? ¡Porque estoy loca por Adrián! Es tan… ¡tan hombre! Hoy me miró con unos ojos…

—¿Qué ojos? —preguntó Valeria, tensa.

—Como si me entendiera. ¡Seguro que pronto me pide que nos casemos! —dijo Lucía, abrazando una almohada—. ¡Tú serás mi testigo!

Valeria escuchaba a su amiga y sentía un nudo en el estómago. Esos ojos no eran para Lucía. Pero, ¿cómo podía decírselo?

Dos años después, se casaron. Boda grande, vestido blanco, familias felices. Valeria fue la testigo, sonrió en todas las fotos y evitó cruzar miradas con el novio.

—Val, ¡gracias por todo! —lloró Lucía en el baño—. ¡Eres la mejor! ¡Sin ti no habría salido adelante!

—Todo irá bien —le dijo Valeria, acariciándole la espalda—. Sé feliz.

Y pensó en lo difícil que sería verlos juntos, en cómo le dolería cada caricia, cada palabra de amor que no era para ella.

Pero el tiempo lo cura todo. Valeria se centró en su trabajo, ascendió, se mudó a otro barrio. Salía con hombres, pero ninguno se parecía a quien guardaba en su corazón.

Lucía y Adrián parecían felices. Se veían a menudo, celebraban fiestas juntos. Adrián siempre fue educado con Valeria, pero distante. Como si hubiera un muro invisible entre ellos.

—Val, ¿cuándo te casas? —preguntaba Lucía—. ¡Ya casi tienes treinta!

—No he encontrado a nadie —respondía ella.

—¡Es que eres muy exigente! —se reía Lucía—. Adrián dice que en su trabajo hay unPero ahora, al caminar hacia Adrián bajo la luz de las farolas, Valeria sintió que tal vez, después de todo, esos diez años no habían sido en vano.

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