Diez años de silencio

–¡Basta de silencio! –gritó Soledad, golpeando la mesa con la palma de la mano–. ¡Diez años aguantando tus tonterías, y ahora encima esto!

Remedios estaba sentada frente a ella, sin levantar la vista. Le temblaban las manos al llevar la taza de café a los labios. Entre ambas, sobre la mesa de la cocina, reposaba un informe médico arrugado.

–¿Qué quieres de mí? –preguntó Remedios en voz baja.

–¡La verdad! –Soledad se levantó de un brinco y empezó a pasear por el minúsculo piso–. ¡Quiero la verdad! ¿Por qué guardaste silencio? ¿Por qué no me dijiste entonces que lo sabías?

Remedios dejó la taza en la mesa. El café se derramó, formando un charquito.

–Porque tenía miedo –confesó–. Miedo de que me odiaras.

–¿Y ahora? ¿Ahora ya no te da miedo? –la voz de Soledad temblaba de rabia–. ¿Ahora que lo he descubierto por mis propios medios?

La vecina de abajo golpeó el radiador. Soledad volvió a sentarse e intentó calmarse. Pero las manos le seguían temblando.

–Cuéntamelo todo –exigió–. Desde el principio.

Remedios se secó las lágrimas con la punta del pañuelo.

–No sabía cómo decírtelo. Estabas tan feliz entonces, recién casada…

–¡No te andes por las ramas! ¡Habla claro!

–Los vi a Rodrigo con esa mujer en el café de la Gran Vía. Sentados junto a la ventana, dándose la mano. Ella… estaba embarazada.

A Soledad le pareció que el suelo desaparecía bajo sus pies. Sabía de la infidelidad de su marido, pero ignoraba que alguien los hubiera visto juntos hacía tanto.

–¿Cuándo fue?

–Seis meses después de vuestra boda –susurró Remedios–. Volvía del trabajo, los vi por casualidad. Al principio no di crédito. Pero salieron a la calle y… era él sin duda.

–¿Y luego?

–Quise acercarme, pero… –Remedios dudó–. Él la besó. Con esa ternura que se reserva para las amadas. Luego posó la mano sobre su vientre.

Soledad cerró los ojos. Los recuerdos la golpearon como una ola. Aquella época en la que ella soñaba con hijos mientras Rodrigo aplazaba el tema una y otra vez.

–Así que ya tenía un hijo con otra, ¿no?

–No lo sé. Quizás. Sol, de verdad quería contártelo, pero…

–¡Pero optaste por callarte! ¡Diez años!

Remedios se estremeció ante la dureza de su amiga.

–Pensé que pasaría. Que entraría en razón y volvería contigo. Tú estaban loca por él, planeando niños, comprando ropita…

–Ropita –repitió Soledad con amargura–. Mientras él criaba al vástago de otra.

Se levantó y se asomó a la ventana. En el patio, niños jugaban entre columpios, riendo sin preocupación. Soledad soñó tantas veces con esa escena… Pero ahora tenía cuarenta y tres años y el reloj corría en su contra.

–Sol, perdóname –Remedios se acercó–. Sé que lo hice mal. Pero no podía destrozar tu felicidad.

–¿Qué felicidad? –Soledad se volvió–. ¿La de vivir con un mentiroso? ¿Gastar los mejores años con un hombre que no te quiere?

–¡Sí que te quería! ¡Se le iluminaba la cara al verte!

–¿Cuándo? ¿Cuando se liaba con su embarazada?

Remedios bajó la cabeza. Las palabras dolían, pero sabía que se las merecía.

–Creí hacer lo correcto –musitó.

–¿Lo correcto? –Soledad soltó una risa agria–. Lo correcto habría sido contarme la verdad entonces. Quizás no habría desperdiciado diez años con ese desgraciado.

Sonó el teléfono en el recibidor. Soledad fue a contestar. Remedios se quedó junto a la ventana.

–¿Diga? –respondió Soledad, exhausta.

–Hola, soy Rodrigo. Esta noche me retraso en la oficina. No me esperes para cenar.

Soledad miró el reloj. Las siete. La jornada laboral había terminado hacía rato.

–Vale –dijo secamente–. Hasta luego.

Colgó y volvió a la cocina. Remedios estaba sentada, arrugando el pañuelo con las manos.

–¿Era él?

–Sí. Otro retraso.

–Sol, quizás ahora es distinto… ¿No habrá cambiado?

Soledad sacó de su bolso unas fotos y las lanzó sobre la mesa.

–Juzga tú misma.

Remedios se inclinó. Aparecían Rodrigo, la misma mujer (más mayor) y un niño de unos nueve años.

–Es su hijo –explicó Soledad–. Contraté a un detective ayer. Resulta que Rodrigo lleva diez años en doble vida. Oficialmente conmigo, pero con otra familia en paralelo.

Remedios se tapó la boca.

–Dios, Sol, no tenía ni idea…

–Claro que no. Porque te callaste durante diez años en lugar de hablar.

–Pero… ¿me habrías creído entonces?

Soledad reflexionó. ¿Realmente habría creído a su amiga? ¿O pensaría que le envidiaba la felicidad conyugal?

–No sé –dijo con sinceridad–. Quizás no. Pero habría podido comprobarlo. Así viví una década en la oscuridad.

Remedios se levantó y fue hacia la placa. Encendió el hervidor, aunque el café aún estaba caliente.

–¿Y ahora? ¿Qué harás? –preguntó.

–Divorciarme. ¿Qué otra opción queda?

–¿Él sabe que tú…?

–Aún no. Pero lo sabrá.

Soledad recogió las fotos y las guardó. Las manos le temblaban menos, pero las emociones aún revoloteaban dentro.

–¿Sabes lo más hiriente? –comentó–. No la infidelidad, sino el tiempo perdido. Diez años que no volverán.

–Aún eres joven. Conocerás a alguien más.

–¿A los cuarenta y tres? ¿Con mi colección de achaques? –Soledad sonrió con ironía–. Lo dudo, cielo.

Remedios
La puerta del ascensor tintineó en el portal y Elena alisó su falda, sonriendo con un valiente postureo ante el inevitable desfile de promesas rotas y mentiras que Sergio traería bajo el brazo, junto al tintineo de sus llaves de esa otra vida que ahora, al fin, le tocaría explicar ante su abogada, la temida Dra. Muerte.

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MagistrUm
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