Diez años callada
—¡Basta de silencio! —gritó Elena, dando un manotazo a la mesa—. ¡Diez años aguantando tus trapacerías, y ahora encima esto!
Tania, sentada enfrente, no alzaba la vista. Le temblaban las manos al llevarse a los labios la taza de té. Sobre la mesa, entre ambas, reposaba un arrugado informe médico.
—¿Qué quieres de mí? —susurró Tania.
—¡La verdad! —Elena se levantó de un salto y se puso a recorrer la cocina—. ¡Quiero la verdad! ¿Por qué callaste? ¿Por qué no me dijiste entonces que lo sabías?
Tania dejó la taza. El té se derramó, formando un charquito.
—Porque tenía miedo —confesó—. Miedo a que me odiaras.
—¿Y ahora? ¿Ahora no temes? —La voz de Elena temblaba de rabia—. ¿Ahora que lo he descubierto por mí misma?
La vecina de abajo golpeó la calefacción con una escoba. Elena volvió a sentarse, tratando de calmarse. Pero sus manos seguían temblando.
—Cuéntamelo todo —exigió—. Desde el principio.
Tania se secó las lágrimas con el borde del pañuelo.
—No supe cómo decírtelo. Estabas tan feliz entonces, recién casada…
—¡Sin rodeos! ¡Habla claro!
—Los vi a Sergio con esa mujer en ese bar de Gran Vía. Sentados junto al ventanal, tomados de la mano. Ella… estaba embarazada.
Elena sintió que el suelo se hundía bajo sus pies. Sabía de las infidelidades de su marido, pero no que alguien los hubiera visto juntos hacía tanto.
—¿Cuándo fue?
—Seis meses después de vuestra boda —musitó Tania—. Vas al salir de trabajar, los vi de casualidad. Primero no creí que fuera Sergio. Pero luego salieron a la calle y lo reconocí sin duda.
—¿Y después?
—Quise acercarme, pero… —Tania dudó—. Él la besó. Tan tiernamente como se besa a la mujer amada. Luego posó la mano sobre su vientre.
Elena cerró los ojos. Los recuerdos le golpearon como una ola. Aquella época en que ella soñaba con un hijo y Sergio posponía la idea, una y otra vez.
—¿Quiere decir que ya tenía un hijo con otra?
—No lo sé. Quizá. Elena, en serio intenté decírtelo, pero…
—Pero optaste por callar. ¡Diez años!
Tania se estremeció ante la dureza en la voz de su amiga.
—Pensé que sería algo pasajero. Que entraría en razón y volvería a ti. Estabas tan enamorada, planeando los hijos, comprando ropita infantil…
—Ropita infantil —repitió Elena con amargura—. Y él criaba al hijo de otra.
Se acercó a la ventana. En la plaza, los niños jugaban entre columpios, riendo despreocupados. Elena había soñado tanto con los suyos. Ahora tenía cuarenta y tres años, y el tiempo se le escapaba.
—Elena, perdóname —Tania se aproximó—. Sé que obré mal. Pero no quise romper tu felicidad.
—¿Feliz yo? —Elena se giró—. ¿Feliz viviendo con un mentiroso y un adúltero? ¿Feliz malgastando mis mejores años con quien ni me amaba?
—¡Sí te amaba! Y te lo mostró.
—¿Mostró? ¿Cuándo? ¿Mientras encubrías su aventura con la amante preñada?
Tania bajó la cabeza. Las palabras dolían, pero sabía que se las merecía.
—Creía hacer lo correcto —musitó.
—¿Correcto? —Elena rompió a reír con risa cargada de dolor—. Lo correcto sería habérmelo dicho entonces. Quizá ahora no habría perdido diez años con ese hombre.
Sonó el teléfono en el recibidor. Elena fue a responder; Tania se quedó mirando por la ventana.
—¿Dígame? —dijo Elena, fatigada.
—Hola, soy Sergio. Hoy me retraso en la oficina. No me esperes para cenar.
Elena miró el reloj. Las siete. La jornada había terminado hacía rato.
—Entendido —respondió secamente—. Adiós.
Colgó y volvió a la cocina. Tania, sentada a la mesa, arrugaba un pañuelo.
—¿Era él?
—Sí. Otra vez se retrasa.
—Elena, y si ahora es distinto? ¿Si ha cambiado?
Elena sacó de su bolso unas fotos y las arrojó sobre la mesa.
—Mira tú misma.
Tania se inclinó. Aparecían Sergio con la misma mujer, esta vez mayor, y junto a ellos un niño de unos nueve años.
—Es su hijo —explicó Elena—. Ayer contraté un detective. Resulta que Sergio lleva diez años con doble vida. Oficialmente conmigo, en realidad tiene otra familia.
Tania se tapó la boca.
—Dios, Elena, yo no sabía…
—Claro. Porque llevas diez años callada, en vez de contar la verdad.
—Pero si te lo hubiera dicho… ¿habrías creído?
Elena reflexionó. ¿Lo habría hecho? ¿O habría pensado que su amiga envidiaba su dicha?
—No sé —respondió honestamente—. Quizá no. Pero tendría oportunidad de averiguarlo. Y no viviría diez años engañada.
Tania se levantó y fue a la encimera. Encendió la tetera, aunque ya había té servido.
—¿Y qué harás ahora? —preguntó.
—Divorciarme. ¿Qué otra opción hay?
—¿Él sabe que tú sabes?
—Aún no. Pero pronto lo hará.
Elena recogió las fotos y las guardó. Las manos le temblaban menos, pero dentro aún rugía la tormenta.
—¿Sabes lo que más duele? —dijo—. No que engañara. Sino haber perdido tanto tiempo. Diez años de vida que jamás volverán.
—Eres joven. Conocerás a otro.
—¿A los cuarenta y tres? ¿Con mi colección de achaques? —Elena sonrió con ironía—. Lo dudo.
Tania vertió agua hirviendo en las tazas. El té quedó demasiado cargado, pero ninguna lo notó.
—Elena, comprendo tu enfado. Y es justo.
La puerta se abrió con un crujido, y allí estaba Sergio, pálido como el queso fresco de Burgos, con la corbata torcida y el aire deje chico pillado con la mano en la caja de polvorones. Elena levantó una foto del niño —¡qué fuerte tenía la nariz de la madre!— y dijo con una sonrisa que cortaba más que una navaja albaceteña: “Bienvenido a tu último capítulo, cariño. Siéntate, que tenemos diez años de engaños que aclarar… y ahora mismo empieza la función”.
El silencio se hizo cósmico, como el de un domingo de procesión vacío, hasta que Sergio, rascándose la nuca como si le picaran las mentiras, soltó un suspiro que parecía salido de una gaita gallega: “Empecemos…”.