Llevo diez años casada con Javier, y a mi suegra, Carmen López, la respeto de verdad e incluso la quiero. Es amable, cariñosa, siempre dispuesta a ayudarnos con los niños o a invitarnos a sus famosas torrijas. Pero hay una costumbre suya a la que nunca me he podido acostumbrar: ¡siempre deja el tenedor clavado en la ensaladilla rusa! No solo lo deja, sino que lo hunde como una bandera en una montaña. En Semana Santa volveremos a reunirnos alrededor de su mesa, y ya me estoy preparando mentalmente para este ritual culinario. Pero, la verdad, estos pequeños detalles le dan color a nuestros encuentros familiares, y no puedo imaginar nuestra vida sin estas reuniones cálidas.
Carmen López es una mujer imposible de no admirar. Cuando me casé con Javier, como cualquier nuera recién llegada, tenía un poco de miedo. Había escuchado historias de amigas sobre “suegras monstruo” que criticaban todo. Pero Carmen resultó ser diferente. Me recibió con una sonrisa, me enseñó a hacer su tarta de manzana y nunca me dio consejos no pedidos. Cuando nacieron nuestros hijos, Lucía y Pablo, se convirtió en la mejor abuela: juega con ellos, les lee cuentos, y sus caramelos escondidos son toda una leyenda. De verdad agradezco al destino por tener una suegra así. Pero ese tenedor en la ensalada… es mi pesadilla personal.
Todo comenzó en la primera cena familiar, cuando todavía éramos novios. Carmen puso la mesa como para un banquete: ensaladilla rusa, salpicón de marisco, empanada gallega, cordero asado… todo perfecto. Yo, queriendo ser una buena invitada, elogié los platos y me acerqué a servirmela. De pronto, lo vi: un tenedor enorme clavado en medio de la ensaladilla, como una espada en una piedra. Pensé que era un descuido, así que lo saqué con cuidado y lo dejé al lado. Pero cinco minutos después, Carmen, pasando por ahí, lo clavó de nuevo. “Así es más fácil, Ana, ¡sírvete tranquila!”, dijo sonriendo. Asentí, pero por dentro estaba en shock.
Desde entonces, ese tenedor se convirtió en mi maldición. En cada celebración —Navidad, Semana Santa, cumpleaños— aparece como un invitado inevitable. A veces está en la ensaladilla, otras en el salpicón, y una vez hasta en el pisto, donde parecía totalmente fuera de lugar. Intenté luchar contra ello: lo sacaba, lo ponía sobre un plato, sugería servir la ensalada de antemano… Pero Carmen es inflexible. “Ana, es tradición —dice—. En mi familia siempre se ha hecho así.” Javier solo se ríe: “Mamá, ¿quién clava tenedores en la ensalada hoy en día?” Y ella responde: “¡Vosotros, los jóvenes, no entendéis nada de una buena mesa!”
Ahora, cuando pienso en la Semana Santa que viene, ya me imagino esa escena: Carmen al frente de la mesa, con su delantal de fiesta y su sonrisa radiante. En la mesa habrá torrijas, huevos de Pascua, jamón serrano y, claro, sus ensaladas con el infalible tenedor plantado. Hasta bromeo con Javier sobre regalarle un soporte especial para que deje de clavarlo en cualquier sitio. Pero, en realidad, esta manía ya es parte de nuestro folclore familiar. Lucía, nuestra hija, una vez dibujó a su abuela con un tenedor gigante en un bol, y todos nos reímos, incluida Carmen.
Las cenas de Pascua en casa de mi suegra son todo un acontecimiento. Reúne a toda la familia: nosotros con los niños, su hermana con el marido, primos, vecinos. La mesa está tan llena que ni se ve el mantel, y hay comida para una semana. Carmen no para: sirve más, cuenta historias de su juventud, y aún le sobra energía para jugar con Pablo a chocar huevos. Yo me pregunto: ¿de dónde saca tanta vitalidad? Mientras, yo tras un día de cocina solo pienso en el sofá y una serie.
El año pasado quise ayudar en la cocina, pensando que quizá podría controlar lo del tenedor. Pero no hubo suerte. Mientras yo picaba verduras, ella ya estaba sirviendo las ensaladas y, como no, clavando el tenedor en cada una. “¡Queda más bonito!”, dijo orgullosa. Respiré hondo y decidí: vale, que sea. Al fin y al cabo, es su casa, sus reglas. Yo solo disfruto de su comida e intento ignorar esos “estandartes” gastronómicos.
A veces me pregunto: ¿y si ese tenedor no es solo una costumbre, sino un símbolo? Quizá para Carmen es su manera de decir que cuida de todos, de que coman hasta reventar. Hasta le pregunté a Javier de dónde venía eso. Se encogió de hombros: “Mamá cree que así la gente se anima a comer más. No soporta ver un plato vacío”. Y es verdad, nadie sale con hambre de su mesa. Hasta Pablo, que suele ser quisquilloso, devora sus croquetas.
Ahora, al prepararme para la Semana Santa, ya no lucho contra el tenedor. Es una tradición más, sin la cual la fiesta no sería igual. Me imagino a todos en la mesa, Carmen contando cómo tiñe los huevos con cebolla, Lucía y Pablo discutiendo sobre cuál huevo es más duro, y Javier guiñándome un ojo cuando saque el tenedor de la ensalada. Y, sabes, me emociona pensarlo. Sí, Carmen tiene sus rarezas, pero es el alma de nuestra familia. Me alegra que mis hijos crezcan con una abuela que no solo les enseña a comer ensalada con tenedor, sino también a disfrutar de la vida.
Quizá dentro de unos años yo también empiece a clavar tenedores en las ensaladas… en honor a Carmen. Por ahora, solo llevo buena actitud a la Pascua y me preparo para el festín. Y, claro, para ese tenedor que, como un faro, sobresaldrá en el bol, recordándome que su casa es un lugar donde siempre hay calor, sabor y algo de locura.