**Diario de un yerno agradecido**
Llevo diez años casado con Rodrigo, y a mi suegra, Carmen López, la respeto de verdad e incluso le tengo cariño. Es amable, cariñosa, siempre dispuesta a ayudar con los niños o a deleitarnos con sus famosas magdalenas. Pero hay una costumbre suya a la que no logro acostumbrarme: siempre deja la cuchara clavada en el bol de ensalada. ¡Y no solo la deja ahí, sino que la clava como si plantase una bandera en una montaña! En Semana Santa nos reunimos otra vez en su casa alrededor de la gran mesa, y ya me preparo mentalmente para este ritual gastronómico. Pero, la verdad, estos pequeños detalles le dan sabor a nuestras reuniones familiares, y no concibo nuestra vida sin estos momentos entrañables.
Carmen López es una mujer imposible de no respetar. Cuando me casé con Rodrigo, como cualquier yerno recién estrenado, sentía cierto respeto hacia mi suegra. Había oído historias de amigos sobre “suegras autoritarias” que critican todo. Pero Carmen resultó ser diferente. Me recibió con una sonrisa, me enseñó a hacer su famosa tortilla de patatas y jamás me dio consejos no pedidos. Cuando nacieron nuestros hijos, Lucía y Pablo, se convirtió en la mejor abuela: juega con ellos, les lee cuentos, y sus caramelos del “escondite secreto” son toda una leyenda. Estoy agradecido al destino por tener una suegra así. Pero esa maldita cuchara en la ensalada… ¡Es mi pesadilla personal!
Todo empezó en la primera cena familiar a la que asistimos, cuando aún éramos novios. Carmen había preparado una mesa digna de un banquete real: ensaladilla rusa, salpicón, callos, cordero asado… todo perfecto. Yo, queriendo ser un buen invitado, elogié los platos y me serví un poco. Y entonces la vi: en el centro del bol de ensaladilla, una cuchara enorme clavada como el mástil de un barco. Pensé que era un descuido, así que la saqué con cuidado y la dejé al lado. Pero, cinco minutos después, Carmen, pasando por ahí, volvió a clavarla. “Así es más práctico, Javier. ¡Sírvete sin vergüenza!”, me dijo sonriendo. Asentí, pero por dentro fue un shock cultural.
Desde entonces, esa cuchara se convirtió en mi condena. En cada celebración —Navidad, Semana Santa, cumpleaños— aparece en los platos como un invitado imprescindible. A veces en la ensaladilla, otras en el salpicón, e incluso una vez en un gazpacho, donde parecía un extraterrestre entre tomates y pepinos. Intenté luchar: la sacaba, la dejaba en un plato auxiliar, proponía servir la ensalada antes. Pero Carmen es inflexible. “Javier, es tradición —dice—. ¡En mi familia siempre se ha hecho así!” Rodrigo solo se ríe: “Mamá, ¿quién pone hoy la cuchara así?” Y ella responde: “¡Vosotros, los jóvenes, no entendéis nada de un buen convite!”
Ahora, al pensar en la próxima Semana Santa, ya me imagino esa mesa. Carmen, como siempre, presidiendo, con su delantal de fiesta y su sonrisa radiante. Habrá torrijas, huevos de Pascua, embutidos y, claro, sus ensaladas estrella con la inevitable cuchara. Hasta bromeo con Rodrigo diciendo que deberíamos regalarle un soporte especial para cucharas, para que dejara de clavarlas por ahí. Pero, en realidad, esa manía ya es parte de nuestro folclore familiar. Lucía, nuestra hija, hasta dibujó una vez a la abuela con una cuchara gigante en un bol, y todos nos reímos, incluida Carmen.
Las reuniones en casa de mi suegra son todo un acontecimiento. Reúne a toda la familia: nosotros con los niños, su hermana con el marido, primos, vecinos… La mesa está tan llena que ni se ve el mantel, y hay comida para una semana. Carmen no para: sirve más, cuenta historias de su juventud. La miro y pienso: ¿de dónde saca tanta energía? Cocina, decora, juega con Pablo a romper huevos… y yo, tras un día en la cocina, solo quiero echarme en el sofá.
El año pasado, quise ayudarla, pensando en controlar lo de la cuchara. Pero ni hablar. Mientras yo picaba verduras, ella ya había servido los platos y, por supuesto, clavado la cuchara en cada uno. “¡Queda bonito!”, dijo orgullosa. Suspiré y me rendí. Al fin y al cabo, su casa, sus normas. Y yo disfruto de su comida, ignorando esos “postes” culinarios.
A veces me pregunto si esa cuchara no será un símbolo. ¿Será su manera de decir que cuida de todos, que quiere que comamos bien? Le pregunté a Rodrigo. Se encogió de hombros: “A mamá le parece que así la gente empieza antes. Ella quiere hartarnos”. Y es cierto: nadie se va con hambre de su mesa. Hasta Pablo, que suele ser melindroso, se come sus croquetas con gusto.
Ahora, al prepararme para Semana Santa, ya no lucho contra la cuchara. Es una tradición más, sin la cual faltaría algo. Me imagino la mesa: Carmen contando cómo tiñó los huevos, Lucía y Pablo compitiendo por ver cuál aguanta más, Rodrigo guiñándome un ojo cuando saque la cuchara otra vez. Y me reconforta. Sí, Carmen tiene sus rarezas, pero es el alma de la familia. Me alegra que mis hijos crezcan con una abuela que les enseña a vivir con alegría… y a comer ensalada con cuchara clavada.
Quizá dentro de unos años yo mismo empiece a hacerlo, en su honor. Por ahora, solo llevo buen humor a la Pascua y me preparo para el festín. Y, por supuesto, para esa cuchara que, como un faro, estará ahí, recordándome que la casa de mi suegra es un lugar donde siempre se come bien, se ríe mucho y se vive mejor.
**Lección aprendida:** Las pequeñas manías de quienes amamos son el condimento que da sabor a la vida. A veces, lo que nos molesta al principio acaba siendo lo que más extrañaríamos si faltara.