Lola se sentó al borde de la cama y miró con cansancio el montón de billetes ordenados sobre la mesa. Durante dos años, ella y su hijo Javi habían ahorrado cada céntimo, cada euro, para permitirse lo que parecía un sueño imposible: unas vacaciones en la costa.
Una casita cerca del mar, pescado fresco para cenar, el sonido de las olas, el susurro del viento y libertad de las preocupaciones cotidianas. Todo eso les parecía una recompensa por años de esfuerzo, privaciones y pequeños placeres que apenas se permitían.
“Nos merecemos este descanso”, pensó Lola, observando el dinero. Quería creer que, por fin, la felicidad les sonreiría. Este verano sería su respiro, un remanso de paz en medio del ajetreo diario.
Javi entró en la habitación. Con diez años, miraba con ilusión unos auriculares nuevos, su regalo de cumpleaños. A pesar de los ahorros, Lola no había dudado en comprárselos para alegrarle el día.
—Mamá, ¿estás segura de que es el sitio perfecto? —preguntó, sentándose frente a ella.
—Sí, cariño —respondió Lola con dulzura—. Es tranquilo, la playa está casi virgen y hay un mercadillo con fruta fresca. ¿Te imaginas tumbarnos al sol? Mar, aire limpio, sin prisas…
Javi asintió con una sonrisa, pero en sus ojos asomó un destello de comprensión. Sabía lo difícil que era para su madre sacar adelante todo sola, cómo cada euro ahorrado había costado esfuerzo. Aquel viaje era su sueño compartido, guardado como un tesoro.
De repente, sonó el teléfono. En la pantalla apareció el nombre: “Antonio”.
—¡Hola, hermanita! —dijo una voz animada—. ¿Qué tal? ¿Planes para el verano?
Lola suspiró. Antonio siempre había sido mandón, creyéndose el más listo y con derecho a opinar sobre todo.
—Al mar con Javi —respondió con cautela—. Queremos alquilar algo modesto, descansar un poco.
—¿Para qué gastar? —se rio él—. ¡Tenemos una casa en la costa! Venid. Aire puro, fruta del huerto, tranquilidad. Y ahorraréis.
Lola dudó. Antonio siempre actuaba como si supiera mejor que nadie lo que convenía. Pero Javi, ilusionado, no tardó en animarse.
—¡Mamá, es una casa entera frente al mar! —dijo esperanzado—. ¡Vamos a lo de tío Antonio! Guardamos el dinero para otra vez.
Lola, aunque reticente, asintió.
—Vale —contestó—. Iremos.
Antonio les recibió en la estación con una sonrisa y un abrazo exagerado.
—¡Por fin! ¡Cuánto tiempo sin veros! —exclamó, estrechando a Lola—. Vamos, en casa hay comida preparada.
Irene, su mujer, esperaba con su hija pequeña, Sonia, de tres años, que agitaba las manos emocionada.
—¡Qué alegría! —gritó Irene, abrazando a Lola.
La casa era acogedora: paredes blancas, sillas de mimbre en el porche, un columpio bajo un manzano y una hamaca meciéndose con la brisa. La playa estaba a quince minutos, por un sendero lleno de flores silvestres. Los primeros días fueron mágicos: sol, baños en el agua fresca, tartas caseras y fresas recién cogidas.
Lola observaba a Javi, correteando con Sonia, dándole pan a los patos del estanque cercano. Por primera vez en mucho tiempo, su corazón se sintió ligero.
Pero al tercer día, todo cambió. Durante el desayuno, Antonio se dirigió a Lola:
—Lola, ¿tú cocinas bien, no? ¿Podrías hacer la comida? Irene está agotada con Sonia.
Lola, sorprendida, asintió.
—Claro, no hay problema.
Por la noche, tras la cena, su hermano pidió más ayuda.
—Lola, ¿lavas los platos? Hoy no damos para más.
—Vale… —respondió ella, disimulando su incomodidad.
Al cuarto día, Javi recibió instrucciones:
—Coge la cesta y recoge frambuesas. A todos nos gusta el pastel.
—Pero quería ir a la playa… —murmuró él.
—Primero las obligaciones, luego el ocio —cortó Antonio.
Las tareas aumentaban. Lola limpiaba, cuidaba a Sonia mientras Irene iba al supermercado. Javi arrancaba malas hierbas y acarreaba agua del pozo. Lo que empezó como ayuda se convirtió en una carga. Las vacaciones soñadas se esfumaban.
Una tarde, Javi, con las manos arañadas, se sentó en el porche.
—Mamá —susurró—, ¿por qué no podemos ir a la playa sin hacer todo esto?
Lola apretó los labios, conteniendo las lágrimas. La injusticia la ahogaba.
—Todo irá bien, aún descansaremos —mintió.
Pero la angustia crecía. No querían marcharse, pero quedarse… tampoco.
Al día siguiente, Lola habló con Antonio.
—Antonio, vinimos a disfrutar del mar. Queremos ir hoy.
Su hermano frunció el ceño.
—¿No lo entiendes? Hay mucho que hacer. Si os vais, ¿quién se ocupa de Sonia y el huerto? Ah, y necesito algo del dinero que ahorrasteis. Hay que cambiar unas ventanas.
—¡No! ¡Es nuestro dinero! —protestó Lola.
—Coméis y vivís aquí gratis —replicó él—. Es justo.
Lola, furiosa, se levantó.
—Nos vamos mañana.
Antonio se rio.
—Difícil. El dinero de tu cartera ya es mío. Como gesto de buena voluntad, podéis ir a la playa… pero al volver, las tareas estarán esperando. La lista estará en la nevera.
Javi, incrédulo, miraba a su tío. Lola sentía rabia y miedo.
Esa noche, no pudo dormir. La luz de la luna entraba fría por la ventana. Tomó el teléfono y escribió a su exmarido:
*”Jorge, perdona por molestar. Necesitamos ayuda. Antonio nos retiene, nos quitó el dinero.”*
La respuesta llegó al instante:
*”Estaré ahí por la mañana. Aguanta.”*
Al amanecer, un todoterreno aparcó frente a la casa. Jorge bajó con determinación.
—¿Dónde está Antonio? —preguntó al entrar.
—¿Qué haces aquí? —gruñó su cuñado.
—Vengo por mi hijo. Nos vamos.
—¡Esta es mi casa! ¡Yo decido! —gritó Antonio.
—Y ellos son mi familia. Si quieres problemas, los tendrás. ¿Dónde está el dinero?
—¡Me lo quedé por vuestra estancia!
Jorge mostró su placa de policía. Antonio, pálido, tiró los billetes sobre la mesa.
—Largo de aquí.
Lola y Javi recogieron sus cosas a toda prisa.
Jorge los llevó a un hostal cerca de la playa.
—Gracias —susurró Lola.
—La próxima vez, pensadlo dos veces —dijo él—. No siempre podré venir.
Horas más tarde, estaban en una playa desierta. Las olas rompían, el viento jugaba con sus cabellos y el sol brillaba en lo alto.
—Mamá —preguntó Javi—, ¿por qué tío Antonio fue así?
Lola lo abrazó, sin respuesta.
—Quizá porque no todos saben lo que es la generosidad.
—No volveremos, ¿verdad?
—No —asintió ella, sintiendo al fin paz.
Mejor pagar. Lo barato… a veces sale muy car