Di a luz a tres hijos, pero en la vejez no me necesitan…

Di a luz a cinco hijos. Les entregué todo sin reservas, desgastando salud y sueños en aquel pueblo remoto cerca de Toledo, donde cada jornada fue una batalla por su futuro. Hoy, mis vástagos tienen sus propias vidas dispersas por el mundo, mientras yo contemplo el vacío que dejaron.

Con mis hijas, el lazo es inquebrantable. Visitan mi casa en Alcalá de Henares, traen regalos, ayudan en las tareas y llenan las estancias con su alegría. Celebramos cada fiesta juntas, pues saben que la soledad me ahoga. Esta mansión antigua, heredada de mis abuelos, siempre tiene espacio para ellas. Pero mis hijos varones… Actúan como si fuésemos fantasmas. Tengo claro que tienen obligaciones, ¿pero acaso eso borra el deber de honrar a quien les dio la existencia?

Cuando mi esposo, Antonio, les pidió que arreglaran el tejado tras las lluvias torrenciales del invierno, se excusaron con evasivas. Tuvimos que gastar hasta el último euro de nuestra pensión en albañiles, mientras ellos ni siquiera preguntaron por las goteras. No llaman. Ni en cumpleaños, cuando anhelas aunque sea un mensaje de WhatsApp.

Dudo que sus esposas les inciten. Las tres nueras parecen mujeres sensatas. Mis hijos alegan trabajo constante, pero ¿acaso mis hijas no tienen empleos y familias? Ellas encuentran tiempo para llevarme al médico en Madrid, comprar mis medicinas o preparar paella los domingos. Los varones, en cambio, ocultan hasta a los nietos.

La salud de Antonio y mía se resquebraja como yeso viejo. Las hijas y yernos nos acompañan a revisiones, pagan análisis costosos. Los hijos que crié con canciones de cuna ahora nos ignoran. Hace dos años, mi Clara sufrió un accidente en la M-40. Ahora necesita silla de ruedas, y aún así manda a su marido a podar el jardín. La mayor, Ana, emigró a Chile buscando oportunidades. Ofreció contratar una cuidadora, pero me negué entre lágrimas: ¿para eso traje cinco almas al mundo?

La nuera del menor, Lucía, sugirió vendieramos la casa para mudarnos a una residencia. «Tendrían más comodidades», dijo con frialdad, como si hablara de deshacerse de muebles viejos. Casi me atraganto de indignación. ¡No somos trastes inservibles! Solo pedimos migajas de cariño.

Las hijas son mi bastión contra la oscuridad. Los hijos… Que San Pedro los juzgue. Les dije juventud, noches en vela, sacrificios sin fin. ¿Y mi recompensa? Silencio. ¿Merecíamos este olvido, Antonio y yo, después de una vida entera dándolo todo?

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Di a luz a tres hijos, pero en la vejez no me necesitan…