¡Devuélveme a mi hijo o habrá consecuencias! — exigió la exsuegra con desfachatez en la puerta de mi casa.

Rosa estaba sentada en la cocina de su nuevo piso, hojeando un viejo álbum de fotografías. Siete años de matrimonio cabían en aquellas páginas desgastadas. Recordaba cómo, al principio de su relación con Javier, creía que todo mejoraría con el tiempo. Pero la vida le demostró lo contrario.

Doña Carmen, su suegra, aparecía en su casa casi a diario. Llegaba sin avisar, abriendo la puerta con la llave que Javier le había dado «por si acaso». Siempre encontraba algo que criticar: la comida no tenía sazón, el piso estaba lleno de polvo, Rosa llegaba demasiado tarde del trabajo…

Javier solía quedarse callado o cambiar de tema. Ella, conteniendo el resentimiento, aguantaba en silencio.

Ahora, en la casa que heredó de su abuela, Rosa entendía la sabiduría de sus palabras: «Nieta, lo importante es tener tu propio refugio y tu trabajo. Así nadie podrá dominarte». Siete años intentando ser la «esposa perfecta» según los estándares de Doña Carmen.

El timbre de la puerta la sacó de sus pensamientos. Allí estaba la suegra, erguida, con la mirada autoritaria.

—¿Qué estás tramando, muchacha? —entró sin permiso—. Javi está desesperado y tú aquí, como si nada.

—¿Y Javier? —preguntó Rosa—. ¿Por qué no viene él?

—¡Está ocupado trabajando, no tiene tiempo para caprichos! Vamos, deja de tonterías.

Rosa sintió que la rabia le hervía por dentro. Siete años de aquel trato, y ni una sola vez Javier la defendió.

—No —dijo con firmeza—. No vuelvo. Basta ya.

El rostro de Doña Carmen se crispó.

—¿Cómo que no vuelves? ¿Y la familia? ¿Y mi hijo?

—¿Y Javier pensó en mí cuando ustedes entraban sin avisar? ¿Cuando exigían que vendiera mi piso para arreglar su casa de campo? ¿Cuando tiraban mis cosas?

—Solo quería enseñarte a ser una buena esposa.

—¿Enseñarme? No, usted intentó quebrarme. Pero ya no lo permitiré.

El móvil de Rosa vibró. Javier. La suegra la observó, con una sonrisa triunfal.

—Cógelo —ordenó—. Javi lo entenderá todo. Volverás a casa y seguiremos como siempre.

Rosa guardó el teléfono en el bolsillo.

—Sabes qué, Doña Carmen —dijo con calma—, ya he tomado mi decisión. No soporto más el control ni las humillaciones.

La anciana enrojeció de ira.

—¡Humillaciones! ¡Siempre te traté como a una hija!

—No necesito que me digan cómo vivir.

—¡Eres una desagradecida!

—Y amenaza con lo de mi trabajo, ¿verdad? Un par de llamadas y…

—¿Me está amenazando?

—Solo te advierto. Piensa bien lo que haces.

Rosa la miró directamente.

—Amenace cuanto quiera. No volveré. Javier sabía con quién se casaba: una mujer fuerte. Usted quiso convertirme en una marioneta.

—¡Pues no digas que no te lo advertí! —Doña Carmen salió arrastrando los pies y golpeó la puerta.

Rosa se quedó junto a la ventana, sintiendo miedo y, al mismo tiempo, alivio.

Esa noche llamó a su amiga Laura.

—¿Sabes? Vino. Dijo que arruinaría mi carrera si no regresaba con Javier.

—¡Bien hecho! —la animó Laura—. Sabes… estos meses te han cambiado. Estás más segura.

Al día siguiente, Rosa fue a una entrevista en una empresa importante. Las amenazas de su suegra la habían hecho actuar. Una mujer amable la recibió.

—Un currículum impresionante. Hay una vacante como jefa de proyectos. Creo que encajarías perfectamente.

De vuelta a casa, Rosa sintió una cálida tranquilidad. Un nuevo trabajo era una nueva vida.

Javier no volvió a llamar. Quizás entendió que todo había terminado. O quizás Doña Carmen ya encontró una nuera más dócil.

Una tarde, Rosa se encontró con una vecina de su exsuegra.

—¿Sabes? Ahora cuenta por todos lados que abandonaste a su pobre hijo —dijo la mujer—. Pero nadie le hace caso. Todos recuerdan cómo echó a la primera nuera.

Rosa sonrió. Las palabras de Doña Carmen ya no podían hacerle daño.

Esa noche, en el balcón de su casa, repasó las fotos viejas. La imagen de su boda ya no dolía. Era solo un recuerdo, parte de su historia. La historia de una mujer que encontró la fuerza para empezar de nuevo. Como decía su abuela: «Lo importante es tener tu refugio y tu trabajo». Y también, la entereza para no dejarse romper.

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¡Devuélveme a mi hijo o habrá consecuencias! — exigió la exsuegra con desfachatez en la puerta de mi casa.