«Devuelve el vestido: no te quedará bien»: suegra, intrigas y familia ajena

Tania acababa de acostar a su hijo cuando recibió un mensaje: «Llego enseguida». Era de Ana Luisa, su suegra. Una mujer de carácter complicado, por decirlo suavemente. Ni cuidados, ni apoyo, solo arrogancia, narcisismo y una obsesión por aparentar ser joven. Nadie sabía su edad exacta; ella misma la escondía con esmero, asegurando que «en su alma tenía dieciocho años».

Cuando Tania estaba embarazada, Ana Luisa dejó claro desde el principio que no contaran con ella. Su vida activa —el gimnasio, bailes, citas— no incluía mecer a un bebé. Fue contundente:
—Ya crié a mi hijo. Ni un día más.

Diez minutos después, sonó el timbre. En la puerta, su suegra, con un vestido llamativo, peinada como una presentadora de televisión y unos tacones tan altos que el ruido parecía resonar en todo el edificio. Entró como si fuera su casa, dejó los zapatos tirados y se dirigió a la cocina.

—Tania, ¿me haces un té, cariño? Hoy he ido como una loca: del trabajo de punta en blanco, a las tiendas, de un lado a otro… Vengo reventada. Oye, ¿te acuerdas de ese vestido verde que llevaste en la cena de la empresa?

—Sí, lo recuerdo —respondió Tania, con cautela.

—Pues dámelo, anda. Total, después del parto ya no te entra, ¿no?

Tania bajó la mirada. Le dolió. Sí, su cuerpo había cambiado, pero oír eso de un familiar, y con ese tono… le sentó mal. Pero su suegra, como siempre, siguió sin filtros.

—¿Ni siquiera vas a preguntar para qué lo quiero?

Tania no contestó. Ya sabía que Ana Luisa estaba siempre en busca de otro «príncipe» —alguien más joven, con más dinero. Su vida era un casting eterno. Ninguna relación le duraba más de un par de meses.

—Tengo un nuevo pretendiente —anunció la suegra, orgullosa—. Guapo, con coche y piso. Pero puede que sea un donjuán. Así que quiero probarlo. Tú, cielo, me ayudas: le escribes por Instagram, a ver si pica.

—Lo siento, pero no voy a meterme en esos juegos —dijo Tania con firmeza.

—¡Ah, vaya! Pues mira qué mal. Bueno, quédate el vestido frito, que tampoco te serviría de nada, con lo que te has puesto —espetó Ana Luisa, y salió escopeteada de la casa dando un portazo.

Por supuesto, la suegra no dudó en quejarse a su hijo. Andrés llegó a casa, escuchó las dos versiones. Sabía que su madre era de armas tomar y que había que «manejarla» con cuidado, pero por dentro estaba furioso.

—Hablaré con ella, no te preocupes —le dijo a su mujer, abrazándola con ternura.

Pasaron unos días. Para el cumpleaños de Andrés habían invitado a amigos, pero unos no pudieron venir. En medio de todo, Ana Luisa llamó… no para felicitar, sino para quejarse de otro fracaso amoroso.

Luego apareció de nuevo en casa, con un tarro de mermelada y disculpas.

—Perdóname, Tania. Me pasé. Es que… estoy cansada. La soledad pesa. Busco y busco, pero al final solo encuentro decepciones. Mira este Julián… Íbamos a vivir juntos, pero su hijo me llamó y me soltó que estaba destrozando la familia. Que Julián tenía deudas, que estaba casado, y que yo solo era un consuelo temporal. Y dejó de hablarme, así, de repente. Como si me borraran de su vida.

—¿Tal vez tuvo miedo? —preguntó Tania con suavidad.

—Puede… O quizá es un cobarde. Su hijo le amenazó con pagarle todas las deudas si me dejaba. Y lo hizo. Así de fácil. Seguro que temía que le arrastrara al registro y luego me quedara con su herencia. ¿Te lo imaginas?

Mientras Ana Luisa se lamentaba, Tania escuchaba en silencio. Entró Andrés, y mientras cenaba, su madre repitió el drama: cómo se sentía humillada, sola, agotada. Quería que él, como siempre, la consolara.

—Mamá, ¿y si paras un poco? La persona adecuada llegará cuando tenga que llegar —le dijo con calma.

—¿Ah, sí? ¿Y mientras qué, me quedo en casa lamiéndome las heridas?

—No, pero quizá con menos líos. Pasea con tu nieto, ve al parque. La vida no son solo historias de amor.

—Ah, claro. Convertirme en la niñera gratis, ¿no? ¡Ni hablar, vuestro hijo es vuestra responsabilidad!

—Mamá, otra vez te lo tomas a mal. Busca algo que te llene de verdad, no solo emociones fuertes.

—¿Algo que me llene? ¡Yo quiero amar y que me amen! ¡Y aunque me equivoque, es mi vida! Mejor dile a tu mujer que se cuide un poco, que desde el parto está como un tonel, encerrada con el niño. Ni te mira, ni le brillan los ojos. ¿Crees que así se mantiene un matrimonio?

—¡Basta! ¡No la toques a ella! Acaba de dar a luz, necesita tiempo. Tú podrías apoyarla en vez de criticarla.

Ana Luisa salió dando un portazo. Tania, que lo había escuchado todo desde el pasillo, sintió un nudo en la garganta. Pero no dijo nada, solo abrazó a Andrés con fuerza.

Porque lo sabía: no iba a cambiar a su suegra. Era así. Y solo quedaba aprender a vivir con ello… o apartarse.

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