Devora mi sufrimiento

**Cómete mi dolor**

Lo que menos le gusta a Lola es trabajar con niños. Es complicado, tedioso y arriesgado. El espacio de posibilidades alrededor de un niño aún no está definido, y el peligro de atraer eventos indeseados es demasiado alto.

Un niño está siempre dentro del campo energético de su madre, así que toca lidiar también con ella. Además, los niños adoran imaginar. ¿Quién no soñó con tener poderes mágicos de pequeño? ¿Quién no inventó un amigo imaginario? Cada palabra de esos “clientes” había que verificarla, lo que añadía trabajo extra.

Cuando Lola vio en su puerta a una mujer vestida de negro, con labios rojo sangre y párpados azul oscuro, la bruja ni pestañeó. Solía recibir a tipos excéntricos. Pero el niño de unos diez años, asustado y escondido tras ella, la puso en alerta. Justo cuando abría la boca para decir que no trabajaba con niños, la mujer la interrumpió con voz autoritaria:

—Tenemos cita. Soy Adela, hablamos ayer. Tenía un gatito de foto de perfil, ¿recuerdas?

El gatito, Lola lo recordaba.

—Pase, pues.

*”Tal vez el problema es de Adela y solo trajo al niño porque no tenía con quién dejarlo”*, pensó la bruja, observando a su clienta. Adela era una mujer entrada en los cuarenta y tantos, con curvas generosas y un atractivo que aún no se esfumaba. Bien maquillada, aunque algo pasada, con pulseras que tintineaban en cada gesto exagerado. El negro de su ropa… ¿era luto? ¿O solo teatro? Se notaba que disfrutaba vestirse así, como si fuera una actriz. *”Una amante del espectáculo. Ahora me toca ser su público”*, dedujo Lola.

—Se me murió el marido —anunció la mujer con tono dramático. Sacó un pañuelo y se secó unos ojos perfectamente secos.

—Lo siento —respondió la bruja, cortés—, pero no hago sesiones de espiritismo. Lo considero peligroso e inútil.

Al no lograr la reacción esperada, Adela cambió de táctica.

—En mi familia hay magia —susurró con misterio—. Mi tatarabuela practicaba, y mi tía séptima…

*”Déjame adivinar, ¿también hacía hechizos?”* Lola contuvo una sonrisa irónica. La cantidad de “brujas” y “chamanes” que se le presentaban últimamente era exasperante. Si uno escarbaba, en cada familia aparecía alguien que hacía rituales en secreto. La magia, pese a todo, siempre fue común. Pero, ¿acaso un niño será un gran boxeador solo porque su abuelo subió al ring? Pues con la magia igual.

—El caso es que en mi familia hay un Don. Pasa de generación en generación. A mí, gracias a Dios —escupió por encima del hombro izquierdo, aunque Lola notó decepción en su mirada—, me libré. Pero mi hijo Hugo… —sus ojos brillaron con un orgullo incomprensible— ¡ve fantasmas!

*”¿Fantasmas? Esto pinta mal.”* Tenía dos opciones: o era el debut de una esquizofrenia (no entendía por qué los padres iban a curanderos en vez de a psiquiatras) o había un Don de verdad. Y eso solía ser otro nombre para un demonio familiar.

—¡Cuéntale cómo vienen los fantasmas! —exigió la madre. Hugo habló a regañadientes.

—No son fantasmas, es uno solo. Mi papá viene cada noche…

Se calló, mirando a su madre con ojos suplicantes: *”¿Ya está? ¿Podemos irnos?”* Ella ignoró la mirada, hinchando el pecho como quien presume las notas de su hijo.

*”¿Una atadura necrótica? ¿O algo psicológico? El niño extraña a su padre…”* Lola se interrumpió. Detrás del niño, una silueta oscura la observaba fijamente. No era el padre. La criatura no parpadeaba. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero se mantuvo serena. Probablemente, Hugo sí tenía algo. Algo peor de lo que imaginaba.

—Mire, se me ocurrió algo: ¡En *Cuarto Milenio* nunca han tenido un niño medium! ¡Sería un bombazo!

Hugo se encogió en la silla, arrepintiéndose de haber hablado. Sí, a Adela le gustaban los shows más de lo que Lola pensó.

—Su energía es muy fuerte. Y su aura… demasiado densa. Para examinar a su hijo, necesito estar a solas con él —sacó a la madre de la habitación en un santiamén—. Espere en el jardín o vaya de compras. Vuelva en una hora.

Adela se molestó un poco, pero ante las palabras “energía” y “aura”, asintió. Hugo se quedó solo con Lola. Al principio no quería hablar. Se mostraba tenso, mordisqueando una galleta, respondiendo con monosílabos. Pero ella, con tacto, lo fue sacando: le preguntó por el cole, los amigos, las niñas. Veinte minutos después, el niño se relajó, se sonrojó, bajó la guardia.

Lola cerró los ojos, sintonizó con su voz y empezó a ver qué le ocurría realmente.

***

Hugo adoraba a su padre más que a nadie. Ningún otro niño del barrio tenía un papá como el suyo. Juntos jugaban a los soldados, patinaban, y su padre le enseñó a nadar en el río y a hacer trucos de magia. Cuando sus padres discutían, Hugo siempre defendía a su padre, aunque este olvidara algo. Por los globos y el algodón de azúcar, el niño lo perdonaba todo.

Cuando en el cole pidieron una redacción sobre *”Mi mejor amigo”*, Hugo escribió sobre su padre. La profesora, doña Carmen, lo llamó después: *”¿No tienes amigos? ¿Por qué escribes de tu papá?”* Él no dijo nada, pero pensó: *”¡Qué tonta es! Tengo muchos amigos: Luis, Álvaro, Pablo… Pero mi mejor amigo es mi padre.”*

…Cuando su padre murió en un accidente, su madre gritó, se arrancó el pelo, rodó por el suelo. En el funeral, casi se tira dentro del ataúd. Hugo no lloraba. O sí, pero las lágrimas caían hacia dentro. Se volvió callado, retraído. Recordaba que ese día su padre lo invitó a pescar. Él no fue porque sus amigos lo llamaron a jugar. *”Si hubiera ido, papá no habría pasado por esa calle. No le habría atropellado ese borracho.”*

Esa idea le roía por dentro, chupándole las fuerzas. A veces ni se podía levantar. El dolor lo ahogaba.

Dos meses después, su madre dejó de llorar y empezó a salir con un compañero de trabajo, el señor Antonio. Hugo lo odió, sin saber por qué. Quizá porque las fotos de su padre desaparecieron.

Hugo empeoraba. No se sabe cómo habría acabado si una noche su padre no se le apareció en sueños. En las películas, los muertos dan miedo, pero su padre estaba igual: barba rojiza, sonrisa cálida.

—¡Papá, estás vivo! —gritó el niño.

Su padre no habló, solo sonrió.

—¿Fue un error? —preguntó Hugo.

Su padre abrió las manos: *”Tú mismo.”*

—¡Lo sabía! —gritó el niño, abrazándolo fuerte.

Pasearon por el parque, comieron algodón de azúcar, rieron. Por primera vez en meses, Hugo se sintió casi feliz.

Desde entonces, vivió dos vidas. De día, iba al cole, hacía deberes, fingía normalidad. De noche, entraba en un mundo donde su padre vivía. Juntos iban al cine, jugaban, y su padre (que en vidaCuando Lola lo vio sonreír al despedirse de aquella sombra, supo que, a veces, hasta los demonios pueden ser ángeles disfrazados.

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