Detrás de la pared — un mundo oculto

—¡Baja el maldito televisor! —gritó Dolores Martínez, golpeando la pared con el puño—. ¡Es de noche, la gente quiere dormir!

La música de al lado respondió subiendo aún más el volumen. Parecía que el piso vecino se había convertido en una sala de conciertos donde todas las orquestas del mundo tocaban a la vez.

—Mamá, cálmate —dijo Lucía, asomándose de la cocina con una taza de manzanilla—. Mañana hablas con ellos tranquilamente.

—¿Tranquilamente? —Dolores giró hacia su hija, los ojos brillaban de indignación—. ¡Llevo un mes hablándoles tranquilamente! ¡Y parece que están sordos! ¡O que les da igual!

Tras la pared, algo volvió a resonar: risas de hombres, pasos arrastrados. Dolores se llevó una mano al pecho.

—Dios mío, ¿qué será lo próximo? Antes vivía aquí la señora Carmen, que en paz descanse, y había silencio, paz… Y ahora…

Lucía dejó la taza en el alféizar y se acercó a su madre.

—Mamá, no te pongas así. Son jóvenes, quieren divertirse. ¿No te acuerdas de cuando Pepe y yo corríamos por el piso de pequeños?

—¡Eso era de día! ¡Y érais niños! Pero estos… —Dolores señaló la pared con rabia—. Hombres adultos comportándose como críos.

De pronto, la música cesó. En el silencio que siguió solo se escuchaba el tic-tac del reloj de cocina y unos murmullos apenas audibles al otro lado.

—¿Ves? —susurró Lucía, aliviada—. Igual han recapacitado.

Pero la calma duró poco. Minutos después, un aullido largo y triste llenó el aire. No humano… animal.

—¿Qué es eso? —preguntó Lucía, palideciendo.

—Un perro —contestó Dolores, seria—. Y enorme, por cómo suena.

El animal gemía como si el dolor le partiera el alma. Los lamentos subían y bajaban, quejumbrosos, desgarradores.

—Mamá, ¿y si le pasa algo? ¿Lo habrán dejado solo?

—¡Qué va! ¡A esa gente le importa un bledo los vecinos! —Dolores golpeó la pared otra vez—. ¡Silencio! ¿Me oyen? ¡Cállenlo de una vez!

Voces masculinas respondieron, pero las palabras eran ininteligibles. El perro calló un momento… antes de aullar más fuerte.

Dolores se dejó caer en el sillón, las manos temblorosas.

—Lucía, no puedo más. Llevo semanas sin dormir. Cada noche es lo mismo: música, gritos, ahora el perro…

Su hija se acercó y se sentó en el brazo del sillón.

—¿Has llamado a la policía?

—Sí. Vino un agente. Les habló. Callaron un día, y al siguiente, otra vez lo mismo. Dice que sin pruebas no puede hacer nada. Cuando él viene, se callan, pero en cuanto se va…

Un estruendo sacudió la pared, como si arrastraran muebles pesados. Chirridos, golpes, más chirridos.

—¿Reorganizando la casa a estas horas? —murmuró Dolores—. La gente normal no hace eso.

—Mamá… ¿y si les pasa algo? ¿Y si no es por mala voluntad?

—¿Cómo que no? ¿Ahora los defiendes?

—No, solo… ¿Te acuerdas de lo que contaba la abuela? Del señor Antonio, el del tercero… Hacía ruidos raros de noche, y al final resultó que estaba enfermo.

Dolores frunció el ceño. Era cierto… los sonidos de al lado no eran normales. No parecían de unos simples vecinos ruidosos. Había algo raro, casi… sobrenatural.

—Bueno —dijo, levantándose—. Iré a hablar con ellos. A ver qué pasa.

—¡Mamá, es la una de la madrugada!

—¡Pues ellos no duermen! ¡Por algo arman tanto jaleo!

Se puso la bata, las zapatillas y salió al rellano. La puerta del piso 3B era normal… solo que el número estaba cubierto con cinta adhesiva, como si alguien quisiera ocultarlo.

Pulsó el timbra. Sonó dentro, pero nadie contestó. El ruido continuaba, el perro gemía.

—¡Abran! —gritó Dolores—. ¡Soy la vecina!

Silencio. Luego, pasos lentos.

La puerta se entreabrió con la cadena puesta. Un ojo gris y cansado la miró.

—¿Sí? —preguntó una voz masculina.

—Vivo al lado. La música está demasiado alta… y el perro. La gente no puede dormir.

—¿Qué música? —la voz sonó genuinamente confundida.

—¿Cómo que qué música? ¡La que suena ahora!

Y era cierto: detrás de ellos, una melodía triste flotaba en el aire. Baja, pero demasiado alta para la noche.

—No oigo ninguna música —dijo el hombre.

Dolores se quedó helada.

—Pero… ¿cómo? ¡Se oye perfectamente!

—Señora, ¿se encuentra bien? ¿Quiere que llame a alguien?

—¡Estoy perfectamente! ¡Y oigo bien!

La puerta se cerró. Dolores se quedó en el rellano, escuchando. La música seguía, pero ahora sonaba… antigua, lejana, como de otra época.

Al volver, encontró a Lucía pegada a la pared, la oreja contra el yeso.

—¿Y? —preguntó Dolores.

—Raro, mamá. Oigo música, pero… como de un gramófono viejo.

—¿Un gramófono? ¿Quién tiene eso hoy?

—No sé. Y también… creo que oigo voces. Un hombre y una mujer. Hablan, pero no entiendo qué dicen.

Dolores se acercó. Era verdad: tras la pared sonaba una canción antigua, de las que se escuchaban en su juventud. Y entre las notas, murmullos… tiernos, enamorados.

—¿Será una película? —aventuró Lucía.

—¿En plena noche? ¿Y por qué ese hombre dijo que no oía nada?

—No sé, mamá. ¿Estará sordo?

Se quedaron escuchando. La canción terminó, empezó otra todavía más añeja. Las voces se hicieron susurros.

—Mamá… ¿te acuerdas de lo que decía la abuela de este piso?

—¿El qué?

—Que antes vivía aquí una pareja joven. Se querían mucho. Él se fue a la guerra y no volvió. Y ella lo esperó toda la vida.

Dolores se estremeció.

—Lucía, no digas tonterías.

—No son tonterías. La abuela decía que la señora Carmen se lo contó. Vivieron aquí en los cuarenta. Ella, hasta que murió, ponía sus discos y escuchaba sus canciones.

—¿Y qué insinúas?

—Que… quizá esos ruidos no son de los nuevos vecinos.

Dolores se apartó de la pared.

—¡Basta ya!

Pero la música no cesó. Canciones de posguerra, voces vibrantes. Él decía algo, ella reía. Luego cantaban juntos.

—Mamá, vamos a dormir. Mañana lo resolvemos.

Acostadas, el sueño no llegó. Las melodías seguían. A veces risas, a veces llantos.

Por la mañana, Dolores bajó a preguntar a la portera.

—Rosa, ¿quién vive en el 3B?

—Nadie —contestó ella, sin levantar la vista del periódico—.

—¿Cómo que nadie? ¡Ahí hay gente!

—Doña Dolores, ese piso lleva vacío desde que se murió la señora Carmen. Sin herederos, la comunidad está con los papeles.

—Pero esa noche, cuando el silencio volvió a llenar el edificio, Dolores sonrió al pensar que quizá, al fin, aquellos dos amantes habían encontrado su paz.

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