—¡Baja ese maldito televisor! —gritó doña Carmen, golpeando la pared con el puño—. ¡Es de noche, la gente está durmiendo!
La música respondió con más fuerza, como si el apartamento de al lado se hubiera convertido en una sala de conciertos donde tocaban todas las orquestas del mundo a la vez.
—Mamá, no te alteres —dijo Lucía, asomando desde la cocina con una taza de té en las manos—. Mañana hablas con ellos como es debido.
—¿Como es debido? —Doña Carmen se volvió hacia su hija, los ojos brillantes de indignación—. ¡Llevo un mes haciéndolo! ¡Y parece que están sordos o que fingen no oír!
Tras la pared, algo volvió a retumbar. Se escucharon voces masculinas, risas y el golpeteo de pasos. Doña Carmen se llevó una mano al pecho.
—¡Dios mío, qué desastre! Antes vivía aquí la señora Adela, que en paz descanse, y era silencio y tranquilidad. Pero ahora…
Lucía dejó la taza en el alféizar y se acercó a su madre.
—Mamá, ¿por qué te pones así? Son jóvenes, quieren divertirse. Acuérdate de cuando Álvaro y yo corríamos por la casa de pequeños.
—¡Era de día! ¡Y éramos niños! Pero estos… —hizo un gesto hacia la pared—. Hombres adultos comportándose peor que críos.
La música cesó de repente. En el silencio solo se oía el tictac del viejo reloj de cocina y un susurro lejano tras la pared.
—¿Ves? —susurró Lucía, aliviada—. Quizá se han dado cuenta de que se estaban pasando.
Pero su alivio duró poco. Minutos después, un aullido largo y lastimero llenó el aire. No era humano, sino animal.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucía, palideciendo.
—Un perro —dijo doña Carmen, sombría—. Ahora tienen perro también. Y grande, por el sonido.
El animal aullaba como si su alma se desgarrara de dolor. Los lamentos se convertían en gemidos, luego subían de nuevo a un tono insoportable.
—Mamá, ¿y si está sufriendo? ¿Y si necesita ayuda?
—¿Qué ayuda? ¡A ellos no les importa nadie! —Doña Carmen golpeó la pared otra vez—. ¡Silencio! ¿Me oyen? ¡Controlen a ese perro!
Las voces masculinas respondieron, pero las palabras eran ininteligibles. El perro calló un instante, luego aulló con más fuerza.
Doña Carmen se dejó caer en su sillón, las manos sobre las rodillas.
—Lucía, no puedo más. No duermo desde hace semanas. Toda la noche lo mismo: música, televisión, ese maldito perro…
Su hija se acercó y se sentó en el brazo del sillón.
—¿Y si llamas al guardia urbano?
—Ya lo hice. Vino, habló con ellos. Callaron un día, pero luego volvieron a lo mismo. Dice que no hay pruebas. ¿Cómo demuestras el ruido? Cuando viene él, se callan, pero en cuanto se va…
De nuevo, un estruendo tras la pared. Esta vez como si arrastraran muebles pesados. Chirridos, golpes, más chirridos.
—A la una de la madrugada cambiando los muebles —murmuró doña Carmen—. La gente normal no hace eso.
—Mamá, ¿y si les pasa algo? ¿Y si no hacen ruido por maldad?
—¿Ahora los defiendes?
—No, solo… ¿Recuerdas lo que contaba la abuela Dolores del tío Ramón? Él también hacía ruido de noche, y resultó que estaba enfermo. Alzhéimer, creo. No se daba cuenta de lo que hacía.
Doña Carmen reflexionó. El ruido de al lado era extraño. No como el de unos vecinos cualquiera. Ocurría algo raro, casi misterioso.
—Bueno —dijo, levantándose con determinación—. Iré a hablar con ellos. A ver qué pasa.
—¡Mamá, es la una de la noche!
—¿Y? ¡Si no están durmiendo!
Se puso la bata, calzó las zapatillas y salió al rellano. La puerta del apartamento 38 era normal, salvo por el número, cubierto con cinta adhesiva como si alguien quisiera ocultarlo.
Pulsó el timbre. Dentro sonó una melodía, pero nadie respondió. El ruido continuaba, el perro aullaba.
—¡Abran! —dijo fuerte—. ¡Soy su vecina!
Silencio. Luego, pasos lentos y cautelosos.
La puerta se abrió un poco, asegurada por la cadena. Un ojo gris y cansado la miraba desde la rendija.
—¿Qué quiere? —preguntó una voz masculina.
—Vivo al lado. Hacen mucho ruido… la música, el perro. La gente no puede dormir.
—¿Qué música? —preguntó la voz, sinceramente sorprendida.
—¿Cómo que qué música? ¿No la oye?
En efecto, la música seguía sonando. Una melodía triste, suave, pero aún demasiado alta para la noche.
—No oigo ninguna música —dijo el hombre.
Doña Carmen se quedó desconcertada.
—Pero… ¿cómo? ¡Si se escucha claramente!
—Señora, ¿está bien? ¿Quiere que llame a un médico?
—¡Estoy perfectamente! ¡Y oigo bien!
La puerta se cerró. Doña Carmen se quedó en el rellano, escuchando. La música seguía, pero ahora sonaba aún más extraña, como si viniera de lejos, de otro tiempo.
Al volver, encontró a Lucía con la oreja pegada a la pared.
—¿Y bien? —preguntó.
—Es raro, mamá. Oigo música, pero parece… antigua. Como de un gramófono viejo.
—¿Un gramófono? ¿Quién tiene eso hoy?
—No sé. Y también… creo que oigo voces. De hombre y mujer. Hablan, pero no distingo qué dicen.
Doña Carmen también apoyó la oreja. Era cierto: una canción antigua, de su juventud, sonaba tras la pared. Entre las estrofas, se oían murmullos tiernos, palabras de amor.
—¿Y si están viendo una obra de teatro? —sugirió Lucía.
—¿A esta hora? ¿Y por qué ese hombre dijo que no oía música?
—No sé. ¿Será sordo?
Permanecieron allí, escuchando. La canción terminó, empezó otra. Más antigua aún. Las voces se apagaron, convirtiéndose en susurros.
—Mamá, ¿te acuerdas de lo que decía la abuela de este piso?
—¿El qué?
—Que aquí vivió una pareja joven. Se amaban mucho. Él se fue a la guerra y no volvió. Ella lo esperó toda la vida.
Doña Carmen se estremeció.
—Lucía, no digas tonterías.
—No son tonterías. La abuela contaba que la señora Adela se lo había dicho. Aquella pareja vivió aquí en los años cuarenta. Hasta su muerte, ella ponía el gramófono y escuchaba sus canciones.
—¿Y qué me estás diciendo?
—¿Y si esos sonidos… no son de los vecinos nuevos?
Doña Carmen se apartó de la pared.
—¡Basta ya! ¡No inventes!
Pero la música seguía. Canciones de antes de la guerra. Voces vivas, reales. Él le decía algo, ella reía. Luego cantaban juntos.
—Mamá, vamos a dormir. Mañana lo resolvemos.
Se acostaron, pero no pudieron dormir. La música no cesaba. Las canciones se sucedían. A veces risas, a veces llantos.
Por la mañana, doña Carmen bajó a ver a laAl día siguiente, mientras el sol entraba por la ventana, doña Carmen supo que aquella música solo había sido un regalo fugaz del pasado, una melodía de amor que, por fin, había encontrado paz.