La destrucción de las ilusiones
Lucía y Javier se casaron hace diez años en Sevilla. Su familia parecía el modelo perfecto de felicidad: dos hijos, una casa acogedora, planes de futuro. Ahorraban para un piso más grande, y sus padres, que se habían convertido en grandes amigos, les apoyaban en todo. Pero un día, como un rayo en cielo despejado, la vida se resquebrajó: Javier enfermó gravemente. Tras unos días, los médicos les dieron un diagnóstico preocupante, añadiendo:
—Es preliminar. No pierdan la esperanza, estamos esperando los resultados.
Pero Javier no quiso esperar. Esa misma noche no regresó a casa. Lucía, desesperada por la angustia, llamó a todos los conocidos y a los hospitales. Cuando al amanecer la cerrojo de la puerta crujió, ella corrió hacia su marido. Al verlo, se quedó paralizada, sin creer lo que veía.
Lucía siempre había creído que su familia era perfecta. Amor, comprensión mutua, sueños compartidos. Todo parecía inquebrantable. Pero una sola noche le dio la vuelta a su mundo.
Se había casado con Javier por amor. Sus padres, aunque sorprendidos por su elección, no pusieron obstáculos. El día de la boda les regalaron las llaves de un piso de dos habitaciones, recién reformado. La alegría de Lucía y Javier no tuvo límites: aquel hogar resolvía sus problemas, liberándolos de buscar alquileres y mudanzas.
Su amor era su mayor tesoro. Lucía, hija de una familia acomodada, y Javier, hijo de unos humildes obreros, eran muy distintos, pero su cariño suavizaba todas las diferencias. Los padres de Javier les regalaron una olla eléctrica sencilla, un verdadero sacrificio para ellos, pues con la hipoteca de su casa y dos hijos menores apenas llegaban a fin de mes. Los padres de Lucía, comprendiendo la situación, asumieron los gastos de la boda, tranquilizando a los suegros:
—No os preocupéis, todo estará a la altura. ¡Lucía es nuestra única hija!
—Qué gente tan maravillosa —pensaron los padres de Javier, y la tensión se disipó.
Los suegros se llevaron bien enseguida. Los padres de Lucía ayudaban a menudo: les daban el televisor “viejo” de tres años, les llevaban una nevera casi nueva o ropa, a veces con etiqueta. Para los padres de Javier era un regalo del cielo. Las fiestas en familia, los viajes a la casa de campo de los padres de Lucía se volvieron tradición. Los suegros eran casi de la familia.
A Lucía y Javier también les iba bien. Se entendían, se apoyaban, criaban a su hijo y a su hija. Javier, inspirado por su esposa, estudió una carrera a distancia. Lucía trabajaba en la próspera empresa de su padre, ganando más que él, pero tras su título, Javier encontró un buen empleo y sus ingresos se igualaron.
Soñaban con un piso amplio, donde cada niño tuviera su habitación.
—¿Te imaginas? —fantaseaba Lucía—. Los niños jugando en sus cuartos, y nosotros descansando en el salón.
—No me lo imagino —se reía Javier—. Estoy acostumbrado a lo pequeño que es nuestro piso.
—Cuando te ibas a los exámenes, había más espacio —le gastaba Lucía—. Pero sin ti estaba vacío. Menos mal que eso ya pasó.
—Ahora estaremos juntos siempre —contestó Javier con dulzura, abrazándola.
Dos años pasaron en armonía. El dinero para el piso nuevo se ahorraba, los suegros se llevaban bien, los niños crecían. Pero de repente todo se vino abajo: Javier empezó a sentirse mal. El médico le dio la baja y le mandó hacer pruebas. Unos días después, llegó un pronóstico alarmante:
—No es definitivo —dijo el doctor—. Esperamos confirmación.
Javier no esperó. Esa noche no volvió a casa. Lucía, sabiendo su estado, llamó a todo el mundo. La noche en vela le pareció una eternidad. Cuando por la mañana se abrió la puerta, corrió hacia él, pero se detuvo en seco: Javier estaba borracho, los ojos rojos, la ropa apestando a tabaco.
—¿Qué te pasa? —susurró Lucía, conteniendo el horror.
—¿Qué miras? ¿No te gusta? —espetó él con una agresividad inesperada.
—No me gusta —respondió ella en voz baja, sintiendo cómo se le encogía el corazón.
—¿Y qué? —Javier resopló, desafiante.
—Nada. Acuédate, tengo que ir a trabajar —Lucía intentó hablar con calma, pero por dentro hervía.
Salió a la calle, tratando de justificar a su marido:
“Está asustado, por eso ha recaído. Hablaremos, dormirás la mona, y todo volverá a la normalidad. Es fuerte, lo superaremos”. Pero la imagen de Javier borracho, su tono cortante, no se iban de su cabeza.
Todo el día estuvo como en ascuas. Preparaba mentalmente la conversación para animarlo, darle esperanza. Los niños estaban con sus padres, y les pidió que se quedaran un par de días más:
—Mamá, tengo mucho trabajo, no llego —mintió para no preocuparla.
—No te agobies, que permanezcan —respondió su madre alegremente.
Lucía respiró aliviada. Quedaban tres horas para salir, pero no aguantó más y se fue a casa.
Lo que vio la dejó helada. Javier estaba en la cocina, en pantalones cortos, vaciando botella tras botella. El piso olía a humo —había fumado dentro, algo que nunca hacía. Ni siquiera levantó la vista al entrar ella.
—¿Qué estás haciendo? —su voz tembló de rabia—. ¡Tienes que hacerte más pruebas!
Javier alzó la mirada, turbia.
—Ah, has vuelto —gruñó—. Anda, suéltame el sermón.
—¿Qué sermón? —preguntó ella, desconcertada.
—La culpa —dijo él con pereza—. Seguro que ya tienes preparado el discurso.
—Javier, por favor, no me asustes —Lucía se sentó a su lado, intentando llegar a él—. No estás solo. El pronóstico no es seguro. Si es algo serio, lo superaremos. El dinero está, el piso puede esperar. Estoy contigo.
Lo abrazó, pero Javier se apartó bruscamente.
—Déjame en paz —dijo con frialdad—. No quiero tus lloros.
Lucía retrocedió, pero se armó de valor:
—Siempre estaré aquí. Y nuestros padres nos ayudarán…
—¿Quién? ¿Tus padres? —estalló él—. ¡Claro, tus padres perfectos! ¡Siempre metiéndose con sus ayudas!
—¿Por qué dices eso? —Lucía lo miró sin reconocerlo.
—¿Y qué quieres que diga? —se levantó, caminando de un lado a otro—. ¡Estoy harto de que me tratéis como a un don nadie! ¡Nos regalasteis el piso, las cosas viejas, la ropa! ¿Creéis que os debo algo? ¡Tú y tus padres no habéis hecho más que humillarnos! ¡Filántropos de pacotilla!
Lucía se quedó sin palabras. Sus palabras le quemaban como hierro al rojo.
—¿Qué estás diciendo? —musitó.
—¿Ahora te callas? ¿No tienes respuesta? —siguió él—. ¡Me das asco!
—Si es así, ¿por qué sigues conmigo? —su voz temblaba.
—¿Y por qué no? —sonrió con cinismo—. Vivía como un rey. ¡Pero ya basta! ¡No pienso aguantarte ni a ti ni a tus padres! ¡Estoy harto de ti!
—Pues vete —logró decir ella.
—Sin dinero—No me iré sin mi parte —amenazó él, agarrando el dinero ahorrado antes de desaparecer para siempre, dejando a Lucía con la amarga lección de que las ilusiones se construyen entre dos, pero a veces uno solo las destruye.