Destruir ilusiones

La Destrucción de las Ilusiones

Lucía y Alejandro se casaron hace diez años en Sevilla. Su familia parecía el ejemplo perfecto de felicidad: dos hijos, una casa acogedora, planes de futuro. Ahorraban para un piso más grande, y sus padres, que se habían convertido en grandes amigos, los apoyaban en todo. Pero un día, como un rayo en cielo despejado, la vida se resquebrajó: Alejandro enfermó gravemente. Tras unos días, los médicos anunciaron un diagnóstico preocupante, añadiendo:

—Esto es preliminar. No os desesperéis, estamos esperando más resultados.

Pero Alejandro no esperó. Esa misma noche no regresó a casa. Lucía, desesperada por la angustia, llamó a todos los conocidos y hospitales. Cuando por la mañana se escuchó el clic de la cerradura, corrió hacia su marido. Al verlo, se quedó paralizada, sin creer lo que veía.

Lucía siempre había creído que su familia era perfecta. Amor, comprensión, sueños compartidos—todo parecía inquebrantable. Pero una sola noche le dio la vuelta a su mundo.

Se había casado con Alejandro por amor. Sus padres, aunque sorprendidos por la elección, no pusieron objeciones. El día de la boda, les regalaron las llaves de un piso de dos habitaciones, recién reformado. La alegría de Lucía y Alejandro no tenía límites: la vivienda resolvía sus problemas, evitándoles buscar alquileres y mudanzas.

Su amor era su mayor tesoro. Lucía, una chica de familia acomodada, y Alejandro, hijo de unos humildes obreros, eran tan distintos, pero su afecto suavizaba todas las diferencias. Los padres de Alejandro les regalaron una modesta olla eléctrica, algo que para ellos fue un gran esfuerzo—con una hipoteca y dos hermanos menores, apenas llegaban a fin de mes. Los padres de Lucía, entendiendo la situación, asumieron los gastos de la boda, tranquilizando a los suegros:

—No os preocupéis, todo estará a la altura. ¡Lucía es nuestra única hija!

—Qué buenas personas—, pensaron los padres de Alejandro, y la tensión desapareció.

Los suegros congeniaron rápido. Los padres de Lucía les ayudaban a menudo: les daban un televisor “viejo” de solo tres años, les traían un frigorífico casi nuevo o ropa, a veces aún con etiquetas. Para los padres de Alejandro, era un auténtico regalo del cielo. Las fiestas juntos, los viajes a la casa de campo de los padres de Lucía, se volvieron tradición. Los suegros eran casi de la familia.

Para Lucía y Alejandro, todo iba viento en popa. Se llevaban bien, se apoyaban, criaban a su hijo y a su hija. Alejandro, inspirado por su mujer, estudió una carrera a distancia. Lucía trabajaba en la exitosa empresa de su padre, ganando más que su marido, pero tras su graduación, Alejandro encontró un trabajo prometedor, y sus ingresos se equipararon.

Soñaban con un piso más amplio, donde cada hijo tuviera su cuarto.

—Imagínate—, soñaba Lucía—, los niños jugando en sus habitaciones y nosotros descansando en el salón.

—No me lo imagino—, reía Alejandro—. Estoy acostumbrado a lo pequeño.

—Cuando te ibas a los exámenes, había más espacio—, le provocaba Lucía—. Pero sin ti estaba vacío. Me alegro de que eso haya terminado.

—Ahora estaremos siempre juntos—, respondía él con ternura, abrazándola.

Dos años pasaron en armonía. El dinero para el nuevo piso aumentaba, los suegros seguían unidos, los niños crecían. Pero de pronto todo se vino abajo: Alejandro se sintió mal. El médico le dio la baja y lo envió a hacerse pruebas. Unos días después, llegó un pronóstico alarmante:

—No es definitivo—, dijo el doctor—. Esperamos confirmación.

Alejandro no esperó. Esa noche no volvió a casa. Lucía, sabiendo su estado, llamó a todos los contactos posibles. La noche sin dormir le pareció eterna. Cuando la puerta se abrió por la mañana, corrió hacia él, pero se detuvo: Alejandro estaba borracho, los ojos rojos, la ropa impregnada de tabaco.

—¿Qué te pasa?—, susurró Lucía, conteniendo el horror.

—¿Qué miras? ¿No te gusta?—, respondió él con brusquedad inesperada.

—No me gusta—, contestó ella en voz baja, sintiendo cómo se le encogía el corazón.

—¿Y qué?—. Alejandro resopló, desafiante.

—Nada. Acuéstate, yo tengo que ir a trabajar—. Lucía intentaba sonar calmada, pero por dentro hervía.

Salió a la calle, buscando justificaciones:

“Está asustado, por eso ha caído así. Hablaremos, dormirá, y todo volverá a la normalidad. Es fuerte, lo superaremos”. Pero la imagen de Alejandro ebrio, su tono agresivo, no se iban de su cabeza.

Todo el día estuvo como un manojo de nervios. Mentalmente preparaba un discurso para animarlo, darle esperanza. Los niños estaban con sus abuelos, y les pidió que los tuvieran un par de días más:

—Mamá, estoy muy ocupada en el trabajo—, mintió para no preocuparla.

—No te inquietes, que se queden—, respondió su madre alegre.

Lucía respiró aliviada. Aunque le quedaban tres horas de trabajo, no aguantó y se fue a casa.

Lo que vio la dejó helada. Alejandro estaba en la cocina, en pantalón corto, vaciando botellas una tras otra. La casa apestaba a humo—había fumado dentro, algo que nunca hacía. Ni siquiera reaccionó al verla.

—¿Qué estás haciendo?—, su voz tembló de rabia—. ¡Tienes que hacerte más pruebas!

Alejandro la miró con ojos vidriosos.

—Ah, has venido—, masculló—. Venga, suéltame el sermón.

—¿Qué sermón?—, se quedó perpleja.

—La cantinela—, dijo con desdén—. Seguro que ya has pensado cómo echarme la bronca.

—Alejandro, por favor, no me asustes—. Lucía se sentó a su lado, intentando llegar a él—. No estás solo. El diagnóstico no es definitivo. Si es algo grave, lo superaremos. Tenemos dinero, el piso puede esperar. Estoy contigo.

Lo abrazó, pero él la apartó con violencia.

—Déjame en paz—, dijo fríamente—. No necesito tus lloriqueos.

Lucía retrocedió, pero se armó de valor:

—Siempre estaré a tu lado. Y nuestros padres nos ayudarán…

—¿Quiénes? ¿Tus padres?—. Alejandro estalló—. ¡Claro, tus padres perfectos! ¡Siempre metiéndose con sus ayuditas!

—¿Cómo dices eso?—. Lucía lo miraba sin reconocerlo.

—¿Qué quieres que diga?—. Se levantó, paseándose por la cocina—. ¡Estoy harto de que todos me tratéis como un don nadie! ¡Regalos de pisos, electrodomésticos viejos, ropa! ¿Creéis que os debo algo? ¡Tú y tus padres solo habéis intentado humillarnos! ¡Filántropos de pacotilla!

Lucía enmudeció. Sus palabras le quemaban como hierro al rojo.

—¿Qué estás diciendo?—, balbuceó.

—¿Ahora no hablas? ¿No tienes respuesta?—. Continuó—. ¡Me das asco!

—Si es así, ¿por qué sigues conmigo?—. Su voz temblaba.

—¿Por qué no?—. Él sonrió con sorna—. Vivía a cuerpo de rey. Pero ¡basta! ¡No pienso aguantarte ni a ti ni a tus padres! ¡Estoy harto!

—Pues vete—. Las palabras le costaron.

—Sin dinero no me voy— dijo él—. ¿El dinero del piso? ¡La mitad es mía!

Alejandro vació la caja fuerte, tomó la mayor parte de los ahorros y, tras hacer un equipaje rápido, se marchó con un último comentario:

—No me llames, no pienso volver.

Lucía se desplomó en una silla, aturdida.

Al día siguiente, llamó a sus padres y les pidió que la recogieran con sus pertenencias.

—¿Qué ha pasado?— preguntó su padre, preocupado.

Ella lo contó todo.

A la mañana siguiente, presentó la demanda de divorcio.

—¿No es precipitado?— su madre intentó disuadirla—. Tanto tiempo juntos…

—No, mamá— respondió firme—. Ayer vi a un extraño. Nos odia a mí y a vosotros. No viviré con él.

—Pero está enfermo—.

—No lo parece—. Lucía suspiró—. Pero, aunque lo estuviera, él tomó su decisión. Yo tengo que criar a mis hijos.

Sus palabras fueron proféticas: el diagnóstico de Alejandro no se confirmó.

El divorcio se alargó—él no acudía a los juicios, amenazaba con pelear por la custodia.

Finalmente, Lucía cedió: renunció a la pensión alimenticia con tal de que él desapareciera.

Alejandro aceptó.

—No deberías haberlo hecho— dijo su padre—. Se lo has puesto demasiado fácil.

—Sí debía—. Ella negó con la cabeza—. No quiero saber nada más de él.

—¿Cómo no lo viste antes?—.

—No lo sé— susurró—. O fingió demasiado bien, o yo estaba ciega.

Alejandro desapareció sin llamar ni visitar a los niños, quienes, con el tiempo, dejaron de preguntar por él.

Lucía, apretando los dientes, reconstruyó su vida, aceptando que sus sueños de familia feliz se habían roto como cristal frágil.

Rate article
MagistrUm
Destruir ilusiones