Destinos que se separan

Casi al final de la jornada laboral, el móvil de Adrián sonó con la canción favorita de Lucía, la que ella misma había puesto como tono. Contestó y escuchó su voz:

—Adri, estoy en la peluquería, ven a buscarme, ya sabes dónde.

—Vale, ahora voy —respondió él y colgó.

Adrián sabía que Lucía solía tardar unas dos horas en la peluquería, así que después del trabajo se tomó su tiempo. Al llegar, como aún no había salido, decidió entrar a una cafetería cercana.

—Me llamará cuando termine —pensó, sentándose en una mesa. Un camarero se acercó al instante y pidió algo ligero.

Ya había terminado de comer, revisado las noticias en el móvil y visto unos cuantos vídeos, pero Lucía no aparecía.

—Me pregunto cuánto se habrá gastado hoy en la peluquería —se dijo, aunque ella misma pagaba sus caprichos… bueno, en realidad, su padre, un empresario adinerado.

Llevaban unos siete meses juntos, a veces quedándose en su pequeño piso de dos habitaciones. Pero cuando Lucía se cansaba de su humilde hogar, volvía a su casa, una enorme mansión de tres plantas en las afueras, donde vivía con sus padres. Era hija única, mimada y acostumbrada a no privarse de nada.

Lucía ya lo había presentado a sus padres. Notó que a su madre no le caía bien —un simple informático de veintisiete años, ¿qué podía ofrecerle? Pero, al parecer, su hija la había convencido, porque no hubo comentarios despectivos. Aun así, Adrián sabía que no era bienvenido.

De hecho, él mismo empezaba a darse cuenta de que Lucía no era la esposa con la que había soñado, pero seguía dispuesto a casarse con ella. Además, su influyente padre había dejado caer una advertencia:

—El que haga feliz a mi hija, lo será también. Pero si alguien la hace infeliz… —Adrián captó el mensaje.

Lucía era caprichosa, pero hermosa. No entendía por qué perdía tanto tiempo en la peluquería si ya era guapa de por sí. Tenía sentido del humor e inteligencia, pero era voluble y arrogante, algo que seguramente venía del dinero que gastaba sin control. Solo el día anterior le había soltado:

—Adri, en diez días nos vamos a las Maldivas. Mi padre nos lo paga. Necesito descansar.

—Pero yo trabajo, Lucía.

—No te preocupes, papá lo arreglará.

Sentía contradicciones. Tras la charla con su padre, su deseo se había convertido en obligación, y eso le molestaba. Incluso Lucía empezaba a irritarlo. Todas sus conversaciones giraban en torno al dinero de su padre. Su relación se complicaba, y aunque sabía que eran de mundos distintos, seguía pensando en casarse con ella.

Mientras reflexionaba con su café, un voz le hizo sobresaltarse.

—¿Adrián? —Un desconocido le sonreía como a un viejo amigo—. Soy Roberto, ¿no me reconoces?

—¡Roberto! —se levantó de un salto y se abrazaron—. ¡Cuánto tiempo! ¿Doce años?

—No eras más que un chaval, y mira ahora —le dio una palmada en el hombro—. Todo un hombre.

—Tú tampoco te quedas atrás. ¿Qué haces aquí?

—Vengo a recoger a Verónica, mi hermana. Estudia en el conservatorio y hoy tiene un concierto. No entiendo mucho de música clásica, así que esperaba aquí —se rió.

—¿Y cómo está?

—¡Ah, es un talento! De dónde lo sacó, no sé. Una chica de pueblo que entró en el conservatorio sin enchufes…

—¡Me encantaría verla! —exclamó Adrián.

—Fácil. Dentro de cuarenta minutos me llamará. Si no tienes prisa, podemos ir juntos. ¿Estás solo?

—No, espero a Lucía, mi prometida. Está en la peluquería.

—Perfecto, entonces nos vemos luego —se despidió Roberto.

Adrián recordó los veranos en el pueblo, cuando sus padres lo llevaban a casa de su abuela. Los padres de Roberto y Verónica vivían cerca, con una gran finca y cabañas para turistas. El lugar era idílico: bosques, lagos, un río…

Pasó allí diez veranos seguidos, hasta que dejó de ir en la universidad. Después, su abuela falleció y vendieron la casa.

—¡Qué tiempos aquellos! —pensó, sonriendo—. Pescar en el lago, asar la comida en la hoguera, cantar con la guitarra… Y Verónica, mi primer amor. ¿Cómo será ahora esa chica delgada y de pelo oscuro?

—¿De qué te ríes? —la voz de Lucía lo sacó de sus pensamientos.

—Por fin, Lucía. Me acordaba de algo bueno —la miró de arriba abajo, sin notar ningún cambio tras horas en la peluquería.

—¿Qué tal estoy? —preguntó ella, satisfecha.

—Bien.

—¿Solo «bien»? ¿Sabes cuánto me ha costado este «bien»? Manicura, facial… ¡Mira qué perfecta estoy!

—Como siempre —dijo él, porque en realidad siempre estaba guapa.

—Vamos a mi casa. Hoy hay invitados y nos esperan —ordenó, como si fuera algo decidido de antemano.

—No puedo, Lucía. Voy a quedar con unos amigos de la infancia.

Frunció el ceño, lista para montar una escena, pero en ese momento entraron Roberto y Verónica.

—¡Adrián! —Verónica se abalanzó sobre él, dándole un beso en la mejilla—. ¡Cuánto tiempo! ¡Estás hecho un hombre!

Adrián se quedó sin palabras ante su belleza y dulzura, pero la voz de Lucía lo devolvió a la realidad.

—Hola —dijo fríamente.

—Ah, os presento. Lucía, mi prometida.

—Encantado —sonrió Roberto.

Los tres comenzaron a charlar animadamente, mientras Lucía guardaba un silencio descarado, como si quisiera ofenderlos.

—Qué buenos recuerdos de aquellos veranos bajo el manzano, bañándonos en el lago… —comentó Adrián.

—Prefiero las Maldivas. Y la piscina de mi padre es más grande que vuestro charco —intervino Lucía.

—¿Hay peces en las Maldivas? —bromeó Roberto.

—Sí, en los restaurantes, donde yo los como —replicó ella.

Tras un rato de conversación, Verónica preguntó:

—¿Vendrás al pueblo, Adrián?

—Claro. Este fin de semana —miró a Lucía—. Iré solo.

Cuando se preparaba para el viaje, Lucía anunció:

—Iré contigo.

—No hace falta. Allí no hay nada para ti: mosquitos, campo, lago…

—Llevaré agua mineral. Seguro que la del pueblo es mala —murmuró.

—Pues llévate también un baño portátil y un microondas —respondió él, irónico.

Al llegar, los padres de Roberto los recibieron con cariño. Comieron bajo el manzano, y Adrián se sintió feliz. Asaron carne, pero Lucía no paraba de quejarse:

—Adri, la hierba me pincha… La carne huele raro… Un mosquito me ha picado… El sol me da en los ojos…

—Relájate y disfruta —le dijo Adrián, exasperado—. Si no te gusta, vete a la casa.

—Allí hace calor —refunfuñó, pero entró para evitar los mosquitos.

Más tarde, Adrián le preguntó:

—¿Vienes al lago a pescar?

—No, voy a dormir.

En la orilla, Adrián le preguntó a Verónica:

—¿Tienes novio?

—Ahora no. ¿Por qué?

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