Destino solitario: solo y triste en Navidad y Año Nuevo

Lo mío es vivir una Navidad y Año Nuevo en soledad y tristeza.

Tengo un amigo de la infancia llamado Álvaro. Asistimos a la misma escuela, pero la vida nos llevó por caminos diferentes, aunque nunca perdimos el contacto.

Álvaro es una persona reservada, no le gusta la multitud, no frecuenta reuniones y nunca invita a nadie a su casa.

Cada año, cuando se acercan las fiestas, lo invito a celebrar la Navidad juntos, a brindar con las campanadas del Año Nuevo. Pero él siempre rechaza cortésmente.

— No son mis fiestas, — dice. — No encuentro nada alegre en ellas.

Me costaba entender cómo alguien no puede disfrutar la llegada del Año Nuevo, un tiempo de milagros, regalos, risas, encuentros con los seres queridos.

Pero un día, después de años de silencio, él me confesó la verdad.

Una verdad que intentó acallar durante mucho tiempo.

Una infancia impregnada de miedo y alcohol.
En su niñez, Álvaro no conocía lo que eran las cálidas celebraciones familiares.

Su padre bebía.

No, no era solo un hombre que tomaba un par de copas por la noche. Era alcohólico, gastaba todo el dinero en alcohol, llegaba tarde a casa cualquier día, ya fuera un martes normal o la víspera de Navidad, y comenzaba a atormentar a su familia.

Cada noche se convertía en tortura.

— ¡Levantaos! — mandaba al entrar en casa. — ¡Debéis ver cómo el dueño de la casa cena!

Álvaro y su madre se levantaban y permanecían de pie al lado de la mesa mientras su padre cenaba con aire engreído.

Y luego comenzaba su discurso favorito:

— ¡El dinero no sirve para nada! ¡Solo se necesita para disfrutar! ¡¿Nuevos zapatos?! ¡¿Libros?! ¡Ya vas a la escuela, no hace falta malgastar en tonterías!

Gastaba hasta la última peseta.

Cuando ya no quedaba nada, pasaba al siguiente paso:

— ¡Dame lo que escondes! ¡Sé que tienes algo!

La madre de Álvaro intentaba ahorrar algo de dinero, para los cuadernos del hijo, para la comida, para algún pequeño regalo de Año Nuevo.

Pero él lo quitaba todo.

Bebía hasta no dejar ni una sola peseta.

Navidades sin milagros, Años Nuevos sin esperanza.
Cada fiesta en casa de Álvaro era igual.

En la mesa había un poco de manzanas secas, un par de bocadillos, un tarro de pepinillos.

Madre e hijo se sentaban en silencio.

Esperaban.

Esperaban, por si el padre volvía sobrio.

Por si traía algo para la comida festiva.

Por si decía: «Feliz Navidad» o «Feliz Año Nuevo».

Pero siempre volvía tarde.

Siempre borracho.

Siempre apestando a alcohol.

Siempre con los bolsillos vacíos.

Todo lo que había en el sobre con la paga extra, lo dejaba en el bar.

Así pasó año tras año.

Y cuando murió, nada cambió.

Un hombre solitario con el corazón pesado.
Cuando Álvaro falleció, su madre vivió unos años más.

Y luego se fue también ella.

Él se quedó solo.

Y entendió que no quería una familia.

No quería fiestas.

No quería ninguna diversión.

No quería repetir el destino de su padre.

No quería convertirse en un hombre que arruinara la vida de alguien.

Cada año, cuando todos ponían la mesa, levantaban las copas, intercambiaban regalos, Álvaro se marchaba.

Compraba un billete a otra ciudad, alquilaba una habitación de hotel y se quedaba solo.

O se iba a las montañas, donde podía oír las chispas del fuego en la chimenea y contemplar las llamas.

Allí, junto al fuego, encontraba el calor que no conoció en su infancia.

Allí, en soledad, se sentía al menos un poco libre.

Solo allí podía respirar.

Rate article
MagistrUm
Destino solitario: solo y triste en Navidad y Año Nuevo