Hace muchos años, nuestra familia por fin cumplió un sueño largamente esperado: nos mudamos a un amplio piso de tres habitaciones. En el anterior, de dos dormitorios, ya nos sentíamos apretados con nuestros dos hijos, y además la situación económica de mi marido había mejorado. La nueva casa no solo fue un cambio de espacio, sino también el inicio de una amistad entrañable: al lado vivía una joven pareja con una niña, y con el tiempo, nos hicimos tan cercanos que casi éramos una sola familia. Celebrábamos juntos las fiestas, íbamos de excursión al campo, mientras los niños jugaban contentos.
Parecía que todo seguía su curso, hasta que un día recibimos una noticia devastadora: nuestro vecino, Álex, estaba gravemente enfermo. Mi marido y yo no podíamos creerlo—un hombre tan lleno de energía y alegría, y de pronto… Elena, su mujer y mi gran amiga, comenzó a apagarse día tras día—adelgazó, se encerró en sí misma. Intenté animarla como pude, asegurándole que todo saldría bien, incluso bromeaba para sacarle alguna sonrisa. Pero los médicos no daban esperanzas.
Durante meses, mi marido y yo hicimos todo lo posible por ayudarles. Nos endeudamos, les llevábamos comida, nos ocupábamos de su hija, Anita, llevándola de paseo. Y un día, Álex murió. De pronto, como si nos arrancaran un pedazo del alma. Elena quedó sumida en una niebla de dolor, apenas un reflejo de quien era. Las primeras semanas después del funeral, apenas la dejé sola. Pero poco a poco comenzó a distanciarse—se encerraba, evitaba vernos, y solo Anita venía a veces a nuestra casa, a jugar, a merendar, a refugiarse en el calor y la tranquilidad.
Una mañana, Anita llegó a mi puerta y me pidió comida en voz baja. Tenía hambre. Mientras comía, preocupada, subí a ver a Elena. El piso olía a alcohol, y ella dormía en el suelo, rodeada de ropa tirada, sin haber recogido nada. El frigorífico estaba vacío. Intenté hablar con ella, suplicarle, pero fue inútil. Se hundía cada vez más, mientras Anita, al salir del colegio, se refugiaba con nosotros. La acariciaba, le prometía que no la abandonaría, y en mi corazón ya sentía que era nuestra. Siempre habíamos deseado una hija. Y el destino nos la trajo.
Un día, salí al balcón a tomar el aire y escuché una discusión desde la calle. Reconocí la voz de Elena.
—¡Anita, vístete rápido, te lo he dicho!
—¡No quiero! ¡Quiero ir con tía María! ¡Ella me espera! —lloraba la niña.
Bajé corriendo. Elena, visiblemente bebida, tiraba del brazo de Anita.
—¡Elena, ¿qué estás haciendo?! ¡Ni siquiera puedes andar bien! —grité.
—¡Es mi hija, y hago lo que quiero! —respondió con rabia.
—¡No estás en tus cabales! ¡Déjala en paz! ¡No irá contigo!
De pronto, furiosa, Elena soltó a Anita, la empujó hacia mí y gritó:
—¡Llévatela! ¡Haz con ella lo que te dé la gana! ¡Total, ya no la quiero!
Anita sollozaba desconsolada. La abracé fuerte, apretándola contra mí, y le susurré:
—Estoy aquí, cariño. Todo irá bien.
Desde aquel día, Anita vivió con nosotros. El juez le retiró la custodia a Elena. Mi marido y yo iniciamos los trámites de adopción, y meses después, nos convertimos en sus padres legales. Nos mudamos a otra ciudad. Mis hijos crecieron, formaron sus familias, y Anita ingresó en la universidad, donde conoció a su futuro marido. Mantuvimos el contacto, escribiéndonos, hablando por teléfono.
Y luego, un día, me desperté con unas palabras que nunca esperé oír:
—Mamá, ¡despierta, hemos venido!
Me senté en la cama sin creer lo que veía: Anita estaba en la puerta, radiante, con su marido y las maletas.
—¿Habéis venido de visita? —pregunté con lágrimas.
—No. Para siempre. Queremos vivir aquí, en mi ciudad. Vamos a comprar una casa.
—¡Quedaos conmigo! ¡Aquí hay sitio! —la abracé y, de repente, noté que se tocaba el vientre con ternura—. ¿Estás… embarazada?
—Sí, mamá… ya de cuatro meses.
Las lágrimas brotaron solas. Nuestra casa se llenó de una nueva luz, de nueva vida. Nació el bebé, y volví a ser abuela. Mis hijos venían a visitarnos, la casa resucitó, llena de risas infantiles. Y yo, mirando a mi familia—a mi hija, a mi nieto—, supe que, en algún momento, el destino había tomado una decisión por todos nosotros. Y había sido la correcta.