Hoy, mientras escribo en mi diario, recuerdo cómo Lucía estaba en el séptimo cielo de felicidad. Su amado Javier le había propuesto matrimonio, sin alardes, con esa sinceridad que le hacía vibrar el corazón. Ella aceptó sin dudar, y al instante comenzaron los preparativos: listas de invitados, vestidos, el menú… Todo parecía sacado de un cuento.
—Cariño, creo que ya es hora de que conozcas a mis padres—le dijo Javier un día—. Mamá nos ha invitado a cenar el sábado.
—Por fin—contestó Lucía, dándole un beso en la mejilla.
El sábado, al caer la tarde, llegaron a casa de sus padres. Lucía abrió la puerta con nerviosismo y, de repente, se quedó paralizada. En el sillón estaba el padre de Javier, un hombre de mirada severa y manos marcadas por el trabajo. Alzó la vista y… su expresión cambió radicalmente. A Lucía le faltó el aire.
Ese hombre era el enemigo de su familia.
Cuando Lucía tenía apenas once años, una tragedia partió su infancia. Los padres de su mejor amigo, Diego, murieron en un accidente de coche al volver de Madrid. Fue un día horroroso. Su madre, Carmen, lloraba en el patio mientras su padre, Antonio, apretaba los puños en silencio. Siempre había odiado al padre de Diego, Alberto, su rival desde la escuela. Ambos estuvieron enamorados de la misma chica, Sofía, quien al final se casó con otro. Antonio jamás lo perdonó.
Tras la muerte de sus padres, Diego estuvo un tiempo en casa de Lucía, pero Antonio no lo soportó. Lo llevó a un orfanato y dijo a Carmen:
—No quiero que mi hija se relacione con el hijo de ese hombre.
Ni siquiera le permitió llamar a Lucía. Y al mes, la familia se mudó a otra ciudad.
El contacto se perdió.
Catorce años después, Lucía terminó la universidad y entró a trabajar en una empresa importante. Sus compañeros eran fríos; algunos la envidiaban por su belleza, otros creían que no duraría. El primer día fue interminable.
Al cuarto día, tropezó en el pasillo con un hombre cargado de papeles. Se agacharon al mismo tiempo y, cuando levantó la vista, el corazón le dio un vuelco.
—¿Diego?—susurró.
Él la reconoció al instante.
—Lucía… Dios, ¿eres tú?
Se abrazaron en medio del pasillo, sin importarles las miradas curiosas.
Después del trabajo, Diego la esperó. Fueron a un café y hablaron durante horas. Le contó que lo habían adoptado y que trabajaba allí. Lucía quiso presentárselo a sus padres. Su madre se emocionó, pero Antonio… apenas escondió su desdén. Preguntó con frialdad:
—¿Y tú en qué trabajas?
—De repartidor—contestó Diego sin pestañear, aunque Lucía sabía que era más.
Con el tiempo, empezaron a salir. Eran felices. Lucía brillaba y Diego cuidaba de ella. Hasta que un día, él la tomó de la mano y dijo:
—Cásate conmigo, Lucía.
—¡Sí, Diego, claro que sí!
Corrió a contárselo a sus padres. Su madre lloró de alegría, pero Antonio solo dijo:
—Haz lo que quieras. Pero a mí nunca me caerá bien.
—¡¿Por qué lo odias tanto?!—gritó Lucía.
—No tengo que explicarme. Eres adulta. Decide tú.
La cena con sus padres adoptivos fue idea de Diego. Pero al cruzar la puerta, Lucía se congeló. El padre de Diego era nada menos que Eduardo Martínez, el director general de la empresa. El hombre al que todos trataban como a un rey. Y Diego no era un repartidor, sino su mano derecha y copropietario del negocio.
—¿Por qué no me lo dijiste?—preguntó Lucía.
—Tú nunca preguntaste—respondió él con una sonrisa.
Sus compañeros sí lo sabían. Por eso la miraban con envidia. Y su padre… permaneció mudo, comprendiendo que no solo se había equivocado. Había arruinado una amistad y casi los separado para siempre.
La boda fue espléndida. Los padres de Diego les regalaron un lujoso piso en Barcelona. Antonio no daba crédito. Más tarde, confesó a su hija que había sido él quien llevó a Diego al orfanato y cortó su contacto, pensando que engañaría al destino.
—Perdóname, hija—dijo—. Creí que hacía lo correcto.
—Solo te vengabas de un fantasma. Pero los únicos que sufrimos fuimos nosotros. Aún así, el destino nos encontró. Porque el amor lo vence todo. Incluso tu rencor.
Ahora, Lucía y Diego son felices. Construyen su futuro juntos, mientras el pasado queda como prueba de que el amor verdadero siempre abre camino. Aunque haya prohibiciones, distancia o años de por medio.