Lo mío parece ser la soledad durante la Navidad y el Año Nuevo
Tengo un amigo de la infancia llamado Diego. Fuimos juntos al colegio y, aunque la vida nos separó en distintos caminos, nunca perdimos el contacto.
Diego es una persona reservada, no le gusta las grandes reuniones, no suele visitar a otros ni invita a su casa.
Cada año, cuando se acercan las festividades, le invito a casa para compartir la Cena de Navidad en familia y alzar las copas tras las campanadas de Año Nuevo. Pero siempre declina con cortesía.
— No son mis fiestas — dice él. — No siento alegría alguna en ellas.
Me costaba entender cómo era posible no amar el Año Nuevo, ese tiempo de milagros, regalos, risas y reuniones con seres queridos.
Pero una vez, tras años de silencio, me contó la verdad.
Una verdad que había intentado acallar durante mucho tiempo.
Una infancia impregnada de miedo y alcohol
En su niñez, Diego no conoció la calidez de las celebraciones familiares.
Su padre bebía.
No era simplemente un hombre que disfrutaba una copa de vez en cuando. Era un alcohólico que gastaba todo su dinero en bebidas, que regresaba tarde a casa y cualquier día, fuera un martes común o la víspera de Navidad, comenzaba a maltratar a su familia.
Cada noche era una tortura.
— ¡Levantaos! — ordenaba al entrar en la casa. — Debéis presenciar la cena del amo de la casa.
Diego y su madre se levantaban y permanecían de pie junto a la mesa mientras el padre comía con aire altanero.
Después, pronunciaba su discurso favorito:
— ¡El dinero no vale nada! Sólo sirve para divertirse. ¿Para qué unos zapatos nuevos? ¿Para qué libros? ¡Ya vas al colegio, no es necesario gastar en tonterías!
Gastaba hasta el último céntimo.
Cuando no quedaba nada, pasaba a la siguiente etapa:
— ¡Dame eso que escondes! ¡Sé que tienes algo guardado!
La madre de Diego intentaba ahorrar algo de dinero, para comprarle cuadernos al hijo, comida, o un pequeño regalo para Año Nuevo.
Pero él se lo llevaba todo.
Bebía hasta gastar hasta el último céntimo.
Navidades sin milagros, Años Nuevos sin esperanza
Cada celebración en la casa de Diego era siempre igual.
Sobre la mesa, alguna manzana seca, un par de bocadillos, un bote de pepinillos en salmuera.
Madre e hijo se sentaban en silencio.
Esperaban.
Esperaban que el padre regresara sobrio de repente.
Que trajera algo para la mesa festiva.
Que dijera: «Feliz Navidad» o «Feliz Año Nuevo».
Pero siempre volvía tarde.
Siempre borracho.
Siempre con el hedor del alcohol.
Siempre con los bolsillos vacíos.
Todo lo que había en el sobre de la paga extra de fin de año, se lo bebía en el bar.
Así pasaron los años.
Y cuando él falleció, nada cambió.
Un hombre solitario con un corazón pesado
Tras la muerte de su padre, la madre de Diego vivió unos años más.
Luego, ella también se fue.
Diego quedó solo.
Y comprendió que no quería formar una familia.
No deseaba fiestas.
No anhelaba alegría alguna.
No quería repetir la historia de su padre.
No quería convertirse en alguien que arruinara la vida de los demás.
Cada año, mientras todos preparaban las mesas, sacaban las copas, intercambiaban regalos, Diego se marchaba.
Compraba un billete hacia otro lugar, reservaba un hotel y se quedaba en su habitación solo.
O partía hacia las montañas donde podía escuchar el crujir de los leños en la chimenea y mirar el fuego.
Ahí, junto al fuego, encontraba el calor que no conoció en su infancia.
Ahí, en soledad, se sentía un poco libre.
Sólo ahí podía respirar.