Después del embarazo y el parto, mi vida dio un giro drástico. Como muchas madres jóvenes, gané peso y mi cuerpo ya no era el mismo de antes. Por supuesto, esto se podía corregir, pero en lugar de apoyarme en ese momento difícil, mi esposo eligió el camino más fácil.
Al principio, noté cómo miraba a otras mujeres, y eso me lastimó profundamente. Luego todo empeoró: una infidelidad tras otra. Finalmente, me dejó a mí y a nuestro hijo pequeño por otra mujer, a quien consideraba perfecta.
Quedarme sola con mi hijo fue extremadamente difícil al principio y caí en una profunda depresión. Durante semanas me sentí como si estuviera viviendo en una niebla, sin fuerzas para cambiar nada. Pero una mañana, al despertar, de repente entendí que no podía seguir así. Tenía que hacer algo, no solo por mí, sino también por mi hijo.
Así comenzó mi camino hacia una nueva vida. El primer paso fue inscribirme en el gimnasio. Recuerdo lo incómoda que me sentí en mis primeras sesiones de entrenamiento, como si todos a mi alrededor me estuvieran observando y notando cada pliegue extra en mi cuerpo.
Sin embargo, poco a poco me involucré más en el proceso. Tenía un objetivo: no solo recuperar mi figura, sino también mi confianza en mí misma. Además, adopté un perro, lo que me dio una motivación adicional para pasar más tiempo al aire libre, caminar y disfrutar de cada momento. Esas caminatas se convirtieron en una verdadera terapia: volví a aprender a disfrutar de las cosas simples de la vida.
Con el tiempo, comencé a ver resultados. Mi cuerpo empezó a cambiar poco a poco. Cada kilo que perdía era una pequeña victoria contra el dolor que me había causado mi exesposo.
Pero no solo fue una transformación física: junto con mi cuerpo, mi alma también cambió. Me volví más fuerte, más independiente y, lo más importante, una mujer que cree en sí misma.
Pasaron los años. Hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en mi exesposo y consideraba que ese capítulo de mi vida estaba cerrado. Sin embargo, un día sucedió algo inesperado.
Ese día, como de costumbre, volví a casa después del entrenamiento. Me sentía de muy buen humor, llena de energía y en armonía conmigo misma. Al acercarme a casa, noté a un hombre con un ramo de rosas.
Estaba parado en la entrada, esperando algo. Lo miré más de cerca y, de repente, me di cuenta de que era mi exesposo. Parecía un poco confundido, como si no supiera qué hacer a continuación. Cuando me acerqué, me dirigió una pregunta completamente inocente:
—Buenas noches, señorita. ¿Podría dejarme entrar? —me preguntó, sin darse cuenta de que estaba hablando con la mujer a la que una vez amó y abandonó.
No pude contener la risa. La situación era demasiado absurda: ¡no me reconoció, a pesar de que estuvimos casados y tuvimos un hijo juntos! Mi risa claramente lo confundió, y me preguntó:
—¿Por qué te ríes?
Su desconcierto era tan evidente que decidí no esperar más y decirle la verdad. Lo miré directamente a los ojos y le dije:
—¿Cómo pudiste olvidarme después de tantos años? Una vez juraste que me amarías y eras tan devoto.
Su rostro cambió instantáneamente. Finalmente, me reconoció.
—¿Lucía? ¿Eres tú? —dijo sorprendido. —No te reconocí… Solo vine a ver a nuestra hija. ¿Cómo está Valeria? Déjame entrar, quiero ver cómo ha crecido.
Sus palabras me sorprendieron aún más que el propio encuentro. ¡Ni siquiera recordaba el nombre de nuestra hija! No pude contener la decepción y la rabia que crecían dentro de mí.
—No, no te voy a dejar entrar —respondí con firmeza, tratando de mantener la calma. —Por cierto, su nombre es Elena, no Valeria. Y no quiero volver a verte aquí. ¿Entendido?
Su rostro se oscureció por la confusión y la impotencia. Parpadeó, sin saber qué decir o cómo reaccionar ante mi negativa rotunda. No le quedó otra opción que marcharse en silencio, con las rosas en la mano.
Me quedé allí, viéndolo alejarse, sintiendo una indescriptible satisfacción interior. No era una celebración por haberlo humillado, sino porque me había demostrado a mí misma que me había vuelto más fuerte.
Superé todo y salí victoriosa.