Después de ver a su padre, mi hijo declaró que ya no me ama

Hacía tiempo que aquel encuentro con su padre había dejado una herida en mi hijo.

Cuando mi marido y yo nos divorciamos, hace ya dos años, creí que lo habíamos hecho con dignidad. Sin escenas, sin gritos. Simplemente, ya no éramos felices juntos. Jamás le impedí ver a nuestro niño, al contrario. Siempre le dije que un hijo necesita a su padre. Si quería visitarlo, bien. Si deseaba llevárselo, también. Con tal de que mi niño estuviese bien, yo estaba conforme.

Nuestro Adrián tenía entonces siete años. Recién habían terminado las vacaciones de Navidad, y mi ex insistió en que pasara esos días con él. No me opuse. Incluso me alegré, pensando en que sería bueno que compartieran tiempo juntos.

Pero a los pocos días, empecé a notar algo raro. Llamaba a Adrián, y nunca contestaba. Era siempre mi ex, o su madre, mi antigua suegra, quienes respondían con excusas: “Adrián está jugando en la calle”, “no puede venir ahora”, “está ocupado”.

Me inquieté. Soy su madre. Tengo derecho a hablar con mi hijo, a saber cómo está. ¿Por qué escondían su voz, sus emociones? ¿Qué estaba pasando?

Cuando terminaron las fiestas, mi ex lo trajo de vuelta. Al abrir la puerta, supe al instante que algo andaba mal. Adrián no era el mismo. Callado, con la mirada perdida, los labios apretados. No era cansancio. Era resentimiento.

Me agaché, posé una mano en su hombro.

—Adrián, cariño, ¿qué tal? ¿Todo bien? Te he echado de menos…— intenté abrazarlo.

Pero se apartó bruscamente y, sin mirarme, murmuró:

—Ya no te quiero.

¿Alguna vez han sentido cómo se rompe el corazón? En ese momento, lo experimenté. Lo supe. Lo dijo con calma, pero esas cuatro palabras helaron el aire, como si las pronunciara un extraño.

Me faltó el aliento. No supe qué responder. Fue horas después, ya entrada la noche, cuando al fin logré que hablara. Y entonces, se derrumbó.

Me contó que en casa de su padre y su abuela había oído muchas cosas malas sobre mí. Que era mala, que les amargaba la vida, que les impedía estar juntos, que “todo el sufrimiento de papá era culpa mía”. Le habían llenado la cabeza de veneno.

Escuché todo con las manos temblorosas. ¿Cómo podían hacerle eso a un niño de siete años? ¿A su propio hijo? ¿A su nieto? ¿Qué les había hecho yo? Nunca lo había puesto en contra de ellos, jamás le hablé mal de su padre. Lo protegí de nuestro dolor de adultos.

¿Y ellos? Le arrancaron la confianza en su madre.

Desde entonces, no le he permitido volver con su padre. Sí, sé que suena drástico, pero debo proteger a mi niño. No dejaré que nadie más le haga daño.

Soy su madre. Y no lo entregaré a quienes siembran odio en su corazón con tanta facilidad. Que aprendan primero a ser personas. Tal vez entonces, solo tal vez, considere darles otra oportunidad.

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Después de ver a su padre, mi hijo declaró que ya no me ama