Querido diario,
Esta noche, después de veintiún años de matrimonio, mi esposa, Carmen, me soltó una frase que aún resuena en mi cabeza: «Tienes que invitar a otra mujer a cenar y al cine». Me quedé helado. Ella esbozó una sonrisa y, en un susurro, añadió: «Te quiero, pero sé que hay otra mujer que también te quiere y lleva mucho tiempo esperando un poco de tu tiempo». Esa mujer era mi madre, Dolores.
Dolores lleva ya diecinueve años sola desde que falleció mi padre. El trabajo y el cuidado de nuestros tres hijos me consumen tanto que casi no la veo. Esa misma tarde, tomé el móvil y le dije: «Mamá, mañana vamos a cenar y al cine, solo tú y yo».
«¿Qué ocurre, hijo? ¿Todo bien?», preguntó, algo nerviosa. Siempre ha pensado que una llamada inesperada trae malas noticias.
«Todo bien, mamá. Sólo quiero pasar la noche contigo», le contesté. Guardó silencio un momento y luego, con dulzura, respondió: «Con mucho gusto».
El viernes, después de la jornada, llegué a su casa. La esperaba, arreglada, con una sonrisa y el mismo vestido que llevaba aquella noche de aniversario de mis padres.
«Les dije a mis amigas que tenía una cita contigo», rió. «Todas esperan saber cómo ha ido».
Nos dirigimos a un pequeño y acogedor restaurante en el centro de Madrid. Tomó mi brazo con la delicadeza que mostraba cuando era niño. Al llegar el menú, lo leí en voz alta porque le costaba distinguir las letras pequeñas.
«Alguna vez te leía el menú», sonrió.
«Ahora me toca a mí, mamá», respondí.
Conversamos largo y tendido: de la vida, de los recuerdos, de todo lo que se ha acumulado entre nosotros a lo largo de los años. El filme lo dejamos pasar, pero no nos arrepentimos.
Al llevarla a casa, me dijo: «Quiero repetir este encuentro, pero la próxima vez invito yo». Sonreí y acepté.
Pocos días después, Dolores sufrió un infarto y falleció. Ni siquiera tuve tiempo de despedirme.
Al cabo de un tiempo, llegó a mis manos un sobre. Dentro había una fotocopia de la cuenta del restaurante, acompañada de una nota:
«He pagado por adelantado. No sabía si podría estar allí, pero quería cubrir la cena para dos: para ti y para tu esposa. Nunca sabrás cuánto significó para mí esa noche. Te quiero, hijo».
Con esa carta comprendí que nunca debemos postergar las palabras «Te quiero». Hay que regalar tiempo a quienes nos importan, porque la familia no es algo que se haga después; la familia es ahora.






