Después de diecinueve años de matrimonio y de criar a dos hijos, mi esposo me dejó por una joven colega.
Tengo 42 años, y hace dos semanas mi vida se derrumbó: mi cónyuge, con quien conviví 19 años y con quien criamos a dos hijos, me dijo que quería el divorcio. Me confesó abiertamente que desde hace dos años mantiene una relación con una colega de 28 años, que ahora está esperando un hijo suyo.
Desde entonces no he dejado de llorar, atormentada por la pregunta: ¿cómo pude ser tan ciega para no darme cuenta de su infidelidad? Confiaba en Álvaro cuando decía que se quedaba hasta tarde en el trabajo por nuevos proyectos y frecuentes viajes de negocio por el país. Lo esperaba en casa, ordenando nuestra casa, cocinando sus platos favoritos y planchando camisas para la semana. Ni siquiera sospechaba que todo ese esfuerzo no era solo para mí y los niños.
Me inquietaba que Álvaro pasara cada vez menos tiempo con los niños, alejándose de nuestras tradiciones familiares. Su contribución al presupuesto familiar disminuyó, y los problemas del hogar quedaban sin resolver. Justificaba su ausencia con el trabajo y su cansancio. Cuando me informó que este año no podría ir con nosotros de vacaciones, lo acepté y me fui con los niños a la casa de mis padres. Al regresar, noté que Álvaro había cambiado: se volvió reservado, evitaba la cercanía, y un día sentí en su ropa el perfume de alguien más y vi marcas de lápiz labial en el cuello de su camisa.
Cuando pedí explicaciones, él admitió la infidelidad y me comunicó su intención de irse. Mis intentos de recordarle a los niños y a los años juntos no cambiaron su decisión. Buscamos un abogado para proceder con el divorcio. No quería dejarlo ir, no concebía mi vida sin él, pero entendía que retenerlo era inútil.
Ahora estoy sola, con el corazón roto y miedo al futuro. Soy consciente de que tengo un largo camino de sanación por delante, pero espero encontrar la fuerza para seguir adelante por mí y por nuestros hijos.
