Después de 12 años de matrimonio, finalmente entendí lo que significa descansar de verdad
No te apresures a juzgarme: no soy una esposa voluble ni huyo de mis responsabilidades familiares. Simplemente soy una mujer que, después de doce años de matrimonio, comprendió una verdad simple pero vital: para ser una buena esposa y madre, una debe saber realmente cómo descansar, no en la cocina con ollas, ni con un trapo en la mano, ni bajo las reprimendas de un esposo o los caprichos de los hijos, sino en soledad… o al menos sin ellos.
Soy Marina, tengo 38 años y vivo en Valladolid. Una mujer común, sin nada en particular que destacar. Un esposo, dos hijos en edad escolar y un trabajo en contabilidad. Todo, como la mayoría. Por la mañana, desayuno, preparar todo, llevar a los chicos al colegio, correr al trabajo, y por la noche, cena, lavar ropa, ayudar con los deberes y conversaciones sin sentido frente a la televisión. Cada día es una repetición.
Me encanta el mar desde niña, para mí es un soplo de vida. Pero mi esposo es indiferente al sol, para ser exactos, alérgico. Se llena de manchas, le pica la piel, se queja. Y los niños… bueno, son niños. Solo piensan en comer chucherías, estar pegados a sus tabletas y quejarse de que están aburridos.
Este verano sucedió algo increíble. Al enterarse de que el calor en Alicante superaría la media, mi esposo dijo: «Mejor me quedo en casa». Los niños también renunciaron al viaje, prefiriendo ir al campamento de verano con sus compañeros de clase. Entonces, mi amiga Laura sugirió:
— Mi tía tiene un piso libre en Málaga. ¿Te vienes con nosotras? También podemos llevar a tu hermana Ana para divertirnos.
Y así, las tres —Laura, Ana y yo— partimos por la carretera hacia el sur. En el coche, música, risas y charlas interminables. La sensación era como si escapáramos de un barco que se hunde en la monotonía diaria.
En Málaga nos esperaba el mar, el calor y el silencio. Nos prometimos no preparar comida, ni hacer limpieza, solo sandías, pepinos, tomates y correr por la playa al amanecer. Dormimos en sábanas frescas, nos levantamos temprano y caminamos descalzas por la arena. Nos sumergimos en las olas saladas, tomamos el sol hasta quedar con la piel dorada y reímos como niñas.
Fueron mis diez días de libertad. Nadie me pidió que hiciera tortitas, nadie formó un escándalo por el helado, nadie se quejó por la arena en las toallas. Ni escuché un solo “¡Mamá, él me pegó!” ni “¿Por qué otra vez verduras?”
Claro, había “admiradores” —típicos turistas bronceados y con aliento a alcohol. Pero rápidamente les dejábamos claro: sigan de largo, señores. No estamos de caza, estamos de descanso. Las tres estamos casadas, amamos a nuestros hombres. Simplemente salimos a respirar.
Volví a casa renovada. Bronceada. Esbelta. Y… feliz. Pero, lo más importante, con la firme decisión de que estos 10 días serán una tradición anual. No para coquetear, no para escapar. Sino para mí. Para regresar a casa no como una cáscara de limón exprimida, sino como una mujer viva.
Ya no quiero unas vacaciones donde solo cambian las paredes, pero no las responsabilidades. No deseo cargar con las maletas de los niños, alimentar a mi esposo en tres turnos y caer exhausta al tercer día.
Cada mujer necesita su propio verano. Sin culpa. Sin miedo a “qué dirán”. Porque, créanme, nadie necesita una esposa agotada, enfadada y agobiada.
Así que, queridas mías, no teman. Tomen una pausa. Váyanse. Reinvéntenlo. Sonrían. Y solo entonces entenderán realmente cuán importante es descansar… de ese papel de esposa y madre.
Que sea vuestro ritual personal. Vuestro propio refugio. Vuestro mar —sin reproches, sin demandas ruidosas. Solo tú, el viento, el sol y una tranquila felicidad interior.