Desplazando a su esposa, el marido se reía al pensar que solo le había dejado un antiguo frigorífico, sin imaginar que la pared de este era doble.

Tras echar a su esposa, el marido se reía pensando que solo le había dejado un viejo refrigerador. No sospechaba que su pared era doble.
Una espesa y pesada quietud envolvía el apartamento, impregnado del aroma a incienso y lirios marchitos. Marina permanecía sentada al borde del sofá, encorvada, como bajo el peso de una carga invisible. Su vestido negro se pegaba a su piel, pinchándole, recordándole la razón de aquel silencio mortal: hoy había enterrado a su abuela, Eiróida Anatólievna, su último familiar en este mundo.
Frente a ella, en el sillón, su esposo, Andréi, se desperezaba con aire indiferente. Su sola presencia era una burla: al día siguiente, presentarían los papeles del divorcio. Ni una palabra de consuelo, solo la observaba con irritación apenas disimulada, como esperando que terminara aquel tedioso espectáculo.
Marina clavó la mirada en el desgastado dibujo de la alfombra, sintiendo cómo las últimas chispas de reconciliación se apagaban, dejando en su interior un vacío helado.
Bueno, mis condolencias por tu pérdida rompió el silencio Andréi con un dejo de sarcasmo. Ahora eres toda una heredera. ¿Tu abuela te dejó millones, no? Ah, cierto, casi lo olvido: el gran tesoro familiar es ese asqueroso “Zil”. Enhorabuena, todo un lujo.
Sus palabras le atravesaron el corazón como un cuchillo. Recordó las interminables peleas, los gritos, las lágrimas. Su abuela, Eiróida, desde el principio había odiado a su yerno. «Es un sinvergüenza, Marinita le advertía con severidad. Vacío como un tonel. Ten cuidado, te dejará en la ruina». Andréi solo respondía con una mueca, llamándola “vieja bruja”. Cuántas veces Marina había mediado, cuántas lágrimas derramó creyendo que podía arreglar lo imposible. Ahora entendía: su abuela siempre había visto la verdad.
A propósito de tu “brillante” futuro continuó Andréi, saboreando su crueldad. Mañana no hace falta que vayas a trabajar. Ya estás despedida. La orden se firmó esta mañana. Así que, querida, hasta ese “Zil” te parecerá un lujo. Cuando te veas rebuscando en la basura, me agradecerás.
Era el fin. No solo del matrimonio, sino de la vida que había construido junto a él. La última esperanza de humanidad en Andréi murió, reemplazada por un odio frío y puro.
Marina lo miró con ojos vacíos, pero no dijo nada. ¿Para qué? Todo estaba dicho. En silencio, entró al dormitorio, tomó su bolso ya preparado e ignoró sus burlas. Apretando la llave del viejo apartamento olvidado, salió sin volver la vista atrás.
La calle la recibió con un viento frío. Bajo la luz mortecina de una farola, dejó sus pesadas maletas en el suelo. Ante ella se alzaba un edificio gris de nueve pisos: la casa de su infancia y juventud, donde antes vivieran sus padres.
No había vuelto en años. Tras el accidente que les arrebató la vida, su abuela vendió su propia casa y se mudó aquí para criarla. Estas paredes guardaban demasiado dolor, y al casarse con Andréi, Marina evitó el lugar, reuniéndose con Eiróida en cualquier parte menos allí.
Ahora era su único refugio. Recordó con remordimiento a su abuela, su único sostén, madre, padre, amiga. En los últimos años, demasiado ocupada intentando salvar un matrimonio fracturado, apenas la había visitado. Un dolor agudo la atravesó. Las lágrimas, contenidas todo el día, brotaron. Se quedó allí, temblorosa, pequeña y perdida en una ciudad indiferente.
¿Señora, necesita ayuda? una voz infantil pero ronca la sobresaltó. Un niño de unos diez años, con una chaqueta holgada y zapatos gastados, la miraba con ojos claros, casi adultos. Las maletas pesan, ¿verdad?
Marina se secó rápidamente las lágrimas. Su actitud práctica la desconcertó.
No, puedo sola intentó decir, pero su voz se quebró.
El niño la observó con atención.
¿Por qué llora? preguntó, no con curiosidad infantil, sino con seriedad. La gente feliz no llora en medio de la calle con maletas.
Su franqueza hizo que Marina lo mirara distinto. En sus ojos no había pena ni burla, solo comprensión.
Me llamo Seryozha dijo él.
Marina susurró ella, sintiendo cómo la tensión se disipaba. Está bien, Seryozha. Ayúdame.
Asintió hacia una de las maletas. El niño, haciendo un esfuerzo, la levantó. Juntos, como aliados en la desgracia, entraron al portal oscuro, impregnado de humedad y olor a gatos.
La puerta del apartamento crujió al abrirse, revelando un espacio cubierto de polvo y silencio. Todo permanecía oculto bajo sábanas blancas; solo unos débiles rayos de luz callejera iluminaban motas de polvo flotantes. Olía a libros viejos y a abandono. Seryozha dejó la maleta, escudriñó el lugar como un experto y sentenció:
Mmm hay trabajo. Una semana, si lo hacemos juntos.
Marina esbozó una sonrisa débil. Su pragmatismo le dio un atisbo de alivio. Lo observó: flaco, pequeño, pero con una mirada adulta. Sabía que, tras ayudarla, volvería a la calle, al frío y al peligro.
Escucha, Seryozha dijo con firmeza. Es tarde. Quédate aquí.
El niño la miró sorprendido. Por un instante, desconfió, pero luego asintió.
Esa noche, después de una cena sencilla pan y queso comprados en una tienda cercana, se sentaron en la cocina. Lavado y abrigado, Seryozha parecía un niño normal. Sin lástima ni drama, contó su historia: padres alcohólicos, un incendio en su barraca, su escape del orfanato.
No quiero estar ahí dijo mirando su taza vacía. Dicen que te arruinan. Prefiero la calle, al menos soy libre.
Es mentira respondió Marina, sintiendo su propio dolor ceder ante el de él. Ni el orfanato ni la calle deciden tu futuro. Tú decides.
Él la miró pensativo, y en ese momento, entre dos almas solitarias, nació un frágil pero fuerte hilo de confianza.
Más tarde, Marina le preparó una cama en el sofá. Seryozha se acurrucó y se durmió de inmediato, como si llevara años sin descansar en un lugar cálido. Ella lo observó, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que su vida no había terminado.
A la mañana siguiente, Marina dejó una nota: *”Vuelvo pronto. Hay leche y pan en el refrigerador. No te vayas”*, y salió.
Era el día del divorcio.
El juicio fue más humillante de lo que esperaba. Andréi la pintó como una holgazana desagradecida. Marina guardó silencio, sintiéndose vacía y sucia. Al salir con el documento, no hubo alivio, solo amargura.
Caminando sin rumbo, recordó sus burlas sobre el refrigerador.
El enorme “Zil”, abollado y rayado, estaba en un rincón de la cocina, como un relicario del pasado. Marina lo examinó con curiosidad renovada. Seryozha también lo tocó, palpando sus costados.
¡Vaya, qué antiguo! silbó el niño. ¿Funciona?
No respondió ella con resign”Y con el tiempo, aquel viejo refrigerador se convirtió en el símbolo de un nuevo comienzo, donde el amor y la esperanza vencieron al desprecio y la soledad, cerrando para siempre el capítulo más oscuro de sus vidas.”

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Desplazando a su esposa, el marido se reía al pensar que solo le había dejado un antiguo frigorífico, sin imaginar que la pared de este era doble.