Antonia Martínez amaba dos cosas en esta vida: a sí misma, sin condiciones, y a su hijo Pepe con una devoción casi religiosa. Pepe no era solo su hijo. Era el Sol alrededor del cual giraba su pequeño y pulcro universo. Desde la cuna, tuvo lo mejor: juguetes que los vecinos solo veían en escaparates, ropa “de príncipe” y caprichos gourmet.
Pepe pasó por todas las actividades imaginables: clases de baile (“¡Para la postura, Pepito!”) y kárate (“¡Para que se defienda!”). Pero Pepe, hay que reconocerlo, fue constante: en nada duraba más de un mes. Estudiar le aburría, esforzarse le parecía absurdo. Prefería perseguir palomas, pintar bigotes en carteles y asustar a la gata Misifú, quien, en venganza, le dejó un memorable arañazo en unos vaqueros nuevos. Antonia suspiraba: “¡Ay, qué carácter tiene este niño!”.
Pepe creció. Se convirtió en un holgazán de mirada dormilona y manos sin callos. Entonces, Antonia asumió su nueva misión sagrada: proteger a su Sol de las mujeres. Sobre todo, de las “indignas”. En su lista de requisitos entraban: piso (a ser posible en el centro), coche (extranjero, no más de tres años) y padres (adinerados, con posición social). Pepe, acostumbrado a que su madre supiese mejor, las rechazaba una tras otra. “Pero Pepe, ¿es que no ves? ¡Su padre es un simple técnico!” o “Anda ya, ¿cómo te vas a fijar en ella si va en metro?”. Ninguna chica era bastante buena.
Hasta que un día, en la Casa de la Cultura (adonde Pepe fue buscando un concierto gratis, por si colaba algo de picar), se topó con Lola. Lola llevaba una pila de libros que se le cayeron al chocar con él. Pepe, en un raro gesto de amabilidad, los recogió. Miró sus ojos grises, como el cielo antes de la lluvia, y algo hizo clic. Lola trabajaba en la biblioteca, vivía en un modesto piso en las afueras (heredado de su abuela) y no tenía coche. Sus padres eran profesores de pueblo. Según los estándares de Antonia, un desastre. Pero Lola era dulce, sonreía mucho y olía a libros y vainilla. Pepe, por primera vez, desobedeció a su madre y la llevó a casa.
Antonia recibió a la novia como un general al espía enemigo. Examen de pies a cabeza. Té frío. Preguntas como interrogatorio:
“¿Tienes piso? Ajá, un estudio… en las afueras… ¿Tus padres? ¿Profesores? Mmm… ¿Sabes conducir? ¿No? Qué pena”.
Lola enrojecía, arrugaba la servilleta y respondía con honestidad. Pepe comía el pastel de su madre y miraba por la ventana. Dentro de Antonia, rugía la indignación. “¿Esa ratoncita gris para mi príncipe? ¡Jamás!”.
Pero Pepe se plantó. Por primera vez. Quizá la única en su vida. Y Antonia, con el corazón encogido, dio su “bendición”. No por resignación, sino como una araña que espera su momento.
La boda fue modesta. Lola se mudó al piso de Antonia (¿adónde más?) y comenzó el calvario. Lo que la suegra llamaba “adaptación” era, en realidad, un lento desgaste.
“Lolita, la sopa hoy está… sosa. Nada que ver con la mía. A Pepito le gusta bien cargadita, y esto parece agua”.
“¡En el aparador hay polvo! ¿Sabes que Pepito es alérgico? Hay que limpiarlo cada día” (Lola lo hacía mañana y noche).
“Pepito, mira cómo Lola ha planchado tu camisa. ¡Tiene arrugas! ¿Vas a ir así al trabajo? Quítatela, que la repaso”.
Lola aguantaba. Amaba a Pepe. Esperaba que la defendiera. Pero Pepe creía que su madre siempre tenía razón. Se limitaba a murmurar: “Lola, hazle caso. Solo quiere lo mejor”.
Antonia atacaba con más astucia:
“Oye, Pepito, Lola ha comprado un jamón barato… ¿Está ahorrando a tu costa?”.
“Lolita, con ese jersey… pareces un saco de patatas. Pepito, dile que no se lo ponga más” (era nuevo, comprado con su sueldo).
Lola lloraba en la almohada. Pepe se enfadaba: “¡Deja de quejarte! Mamá solo quiere ayudar”.
Un día, al volver del trabajo (daba clases por las tardes), Lola vio cómo Antonia tiraba su sopa por el fregadero.
“¡Perdona, Lolita! Creí que estaba pasada. Bueno, Pepito, te hago unos huevos fritos. ¡Nada como los míos!”.
Lola miró a Pepe. Él encogió los hombros: “Fue sin querer. No montes un drama”.
Fue la gota que colmó el vaso. No un grito, sino un suspiro roto: “Pepe, no puedo más”.
“¿Y qué?”, preguntó él, mirándose las uñas.
Un mes después, se divorciaron. Lola se fue en silencio, con una maleta y el corazón roto. Antonia celebró: “Por fin te libraste de esa carga, hijo. Ahora buscaremos una que valga la pena”.
Y Pepe encontró. Bueno, más bien lo encontró Sofía. Vibrante como un loro, con una risa estridente y mirada desafiante. Hija del dueño de una cadena de talleres. Con piso, coche y unos padres ante los que hasta Antonia se encogió. Sofía no esperó invitación. Llegó como un huracán, con tacones y perfume caro.
La primera cena fue un campo de batalla.
Antonia (dulzona): “Sofía, la sopa está… picante. A Pepito no le gusta lo picante”.
Sofía (con la boca llena): “¡A mí sí! Pepe, pruébala, está brutal. Si no te gusta, no la comas. Señora, ¿siempre tiene que criticar?”.
Pepe se quedó helado. ¿”Señora”?
“En el mueble hay polvo…”.
“¡Pues pásale la bayeta! Pepe, cómpranos un robot aspirador. ¡El de mi padre es una maravilla! Señora, yo no soy su criada”.
“Esa camisa no le sienta bien a Pepito…”.
“¡Tonterías! Yo se la elegí. ¿Verdad, Pepiño?”. Y Pepe, hipnotizado, asentía: “Sí, cariño, muy moderna”.
Antonia intentó su táctica del “jamón barato”: “Pepito, Sofía ha comprado un embutido carísimo… ¡Qué derroche!”.
Sofía no tardó: “¡Es jamón ibérico, señora! Pepe, ¿te ha gustado?”. Y a Pepe, que jamás lo había probado, le encantó. Mucho.
Pepe cambiaba. Se enamoró de la energía, la audacia y la seguridad de Sofía. Empezó a decir “no” a su madre. A defenderla. El poder de Antonia se desvanecía como nieve en abril.
Antonia luchó con uñas y dientes. Lloró, acusó a Sofía de ser una cazafortunas y fingió enfermedades. Sofía solo se reía: “¿El corazón? Llamamos a una ambulancia privada. Que la revise un buen médico”.
Así pasaron años. Hasta que, tras una discusión donde Antonia llamó a Sofía “trepa sinvergüenza”, esta dijo con voz glacial:
“Antonia, usted amargó la vida a la pobre Lola. Ahora me toca a mí. Pero yo no soy Lola. Pepe, elige: o vive calladita sin meterse en nuestra vida, o se va a otro sitio. No pienso aguantar esta guerra enY así, entre sollozos y el eco de sus propios remordimientos, Antonia Martínez comprendió, demasiado tarde, que el verdadero lujo en la vida no son los pisos de lujo ni los jamones ibéricos, sino esos pequeños gestos silenciosos —como una taza de manzanilla a media tarde— que nunca supo valorar.