Despidió a su esposa tras una infidelidad, pero se ocupó de ella; sin embargo, no quería ni hablar más.

**El Marido Rico**

Expulsó a su mujer, Álvaro, después de descubrir su infidelidad. Eso sí, la aseguró económicamente. Pero no quería volver a hablar con ella, bajo ningún concepto.

—¡Tú tienes la culpa! Álvarito, ¡por favor, perdóname! —decía Julia sin ton ni son.

—¿Te has vuelto loca a estas alturas? —gritaba él—. ¡¿Vergüenza me has dado?! ¡Da gracias de que solo te echo de casa!

Julia tenía entonces, igual que él, cuarenta y seis años. Gracias a su dinero, aparentaba treinta como máximo. Y eso también le molestaba a Álvaro. ¿Qué interés tendría nadie en una mujer de su edad si no hubiera invertido tanto en ella?

—Álvarito, ¡hola! ¿No saludas? —lo llamó un vecino del pasado lejano, David, o algo así.

Álvaro rechinó los dientes. ¡Qué castigo! Hacía años que se había mudado de aquel barrio, pero aún lo reconocían. Y, para colmo, un borrachuzo de la zona. Uno entre tantos…

La ventanilla del coche se abrió, y Sergio preguntó en voz baja:

—¿Necesita algo, don Álvaro?

Él se limitó a hacer un gesto con la mano. Entró en el portal sin mirar al antiguo vecino. Más que un vecino… ¿habían sido amigos? Tal vez. ¡Qué lejos quedaba todo aquello!

—¿No te has vuelto a casar después del divorcio? ¿Sigues soltero? —insistió David.

O quizá no se llamaba David. Da igual. Álvaro llevaba media vida intentando olvidar. En otro tiempo, él, David y otros perdedores habían sido jóvenes sin preocupaciones. Bebían el vino más barato. ¿Cuándo? ¿Hace treinta y cinco años? ¿Y ahora debía saludar a borrachos desahuciados solo porque su madre…?

—¡Hola, mamá! —llamó al entrar en el piso.

—¡Álvarito! —respondió ella, alegre.

¿Por qué no se mudaba con él, con su casa enorme en La Moraleja? Pero ella se aferraba a ese piso como si fuera su vida.

—¿Cómo estás, mamá?

Su madre, con setenta y ocho años, seguía ágil. Caminaba quince mil pasos diarios con sus bastones. Encargaba la comida por Internet y criticaba el arte moderno mientras veía películas en el equipo que él le regaló. Viajaba dos veces al año. Una señora moderna. Álvaro estaba orgulloso de ella. Pero su terquedad con el piso… no lo entendía. Y, como siempre, acabaron discutiendo.

—Mamá, ¿no te lo has pensado?

—¿El qué? —preguntó ella, fingiendo inocencia.

Álvaro la quería… y la echaría de menos cuando… mejor no pensarlo.

—Lo de siempre. ¡Ven a vivir conmigo! Así no tengo que venir.

—Pues no vengas. No te obligo. Si quieres verme, quedamos en el centro.

¿Cómo podía decirlo con tanta naturalidad? ¡Era su madre!

—¡No puedo dejar de venir! Necesito saber que estás bien. En casa… y en general.

—¿En general? ¿Refiriéndote a mi cabeza? —preguntó ella, maliciosa.

Álvaro no pudo evitar sonreír.

—Mamá, ¿podrías dejar de hablar de mi vida con tus amigas?

—¿Yo lo hago? —dijo, arqueando las cejas.

—Seguro que sí, si hasta los borrachos me preguntan si me he vuelto a casar.

—¡Pues igual deberías! Así me controlarías menos.

—¿Así lo ves? ¿Qué vengo a verte y eso es controlarte?

—No solo vienes. Siento que esperas a que me vuelva débil para llevarme a tu chalet de La Moraleja.

—¡Mamá! —Álvaro se sintió ofendido.

Ella se levantó y golpeó el suelo con el pie.

—¡Sí! ¡A la fuerza! No entiendes que quiero vivir tranquila en mi piso. ¡Donde te crié, ingrato!

Álvaro retrocedió. ¿Qué le pasaba?

—Vendré otro día… —farfulló, yéndose.

—¡Ojalá vinieras alguna vez sin insistir! ¡No pienso mudarme a La Moraleja! —le gritó al salir.

Álvaro vivía en una urbanización a las afueras, pero para su madre todo era lo mismo: nuevos ricos, advenedizos… Ella había sido catedrática de literatura. Su padre murió joven, a los cincuenta y dos. Álvaro, entonces feliz en su matrimonio con Julia, deseó que su madre se volviera a casar, pero ella rechazó la idea.

Ahora, tras el divorcio, ocho años atrás, Álvaro estaba solo. Y no le importaba. Pero a veces se preguntaba: ¿acababa como su madre?

—Vamos, Sergio —dijo, sombrío, al subir al coche.

De camino, pensó en invitar a cenar a alguna mujer. Había muchas dispuestas: jóvenes, guapas, algunas incluso inteligentes. Pero en sus ojos siempre veía esperanza: ¿se casaría el viejo tonto con ellas?

Prefería leer y abrir una botella de su bodega. Un Château Mouton Rothschild… no, mejor del 2004. Vino y libro: una noche perfecta para un multimillonario solitario.

Pero los pensamientos volvieron a su madre. ¿Por qué no se mudaba? Jardín enorme, servicio doméstico… todo lo necesario.

Entonces lo comprendió: estaba solo. ¡Necesitaba a su madre! A los cincuenta y cuatro años. ¡Qué vergüenza!

No había sabido mantener su familia. Trabajó tanto que Julia, aburrida, tuvo un affair con un vecino. Lo supo gracias a la cocinera, Marina, mujer honrada.

—¡Fuera de mi casa! —gritó él entonces.

—¡Tú tienes la culpa! ¡Perdóname! —decía Julia.

—¿Te has vuelto loca? ¡Por poco te estrangulo!

Julia tenía cuarenta y seis, pero parecía de treinta, gracias a su dinero. Y eso le dolía a Álvaro. ¿Quién querría a una mujer así sin su fortuna?

No quiso saber nada del amante. Ocho años después… parecía ayer.

Tras la discusión, no visitó a su madre un tiempo. Le asustó darse cuenta de que la necesitaba. Pero al mes y medio, al notar su voz débil por teléfono, corrió a su casa.

Una mujer desconocida abrió la puerta.

—¿Dónde está mi madre? —empujó, entrando.

—¡Baja la voz! Gala está durmiendo —dijo la mujer, sujetándolo.

—¿Quién eres?

—Natalia. ¡La hermana de David! ¡Natilla, la simpática!

No la veía en treinta y cinco años. Se casó joven, volvió años después. Su hermano, un alcohólico.

—¿Por qué estáis aquí?

—Soy enfermera. Le pongo las inyecciones a tu madre. Se cayó, tiene una conmoción.

—¡Me la llevo a mi casa!

—Eso es justo lo que no quiere.

—¡No es asunto tuyo!

Natalia se enfadó y rozó su hombro al pasar. Álvaro sintió algo inesperado.

Al despertarse, Gala preguntó por Natalia.

—¿La has ofendido?

—Sí… mamá, ven conmigo.

—No. Si es el final, quiero que sea aquí.

Pasó la noche allí, pero solo pensaba en Natalia.

Al día siguiente, la invitó a cenar. Ella aceptó, riendo.

—¿En vaqueros y jersey?

—Como quieras.

La cena fue divertida. Recordaron su infancia, rieron como locos. Álvaro dejó de ser el hombre serio y adinerado por una noche.

A la salida, la besó.Con el tiempo, Álvaro y Natalia construyeron una vida juntos, llena de risas y complicidad, demostrando que el amor no entiende de edades ni de fortunas.

Rate article
MagistrUm
Despidió a su esposa tras una infidelidad, pero se ocupó de ella; sin embargo, no quería ni hablar más.