**El Hombre Rico**
Don Rodrigo echó a su esposa tras descubrir su infidelidad. Eso sí, la dejó bien provista. Pero jamás quiso volver a saber de ella, ¡bajo ningún concepto!
—¡Tú tienes la culpa! Rodri, ¡por favor, perdóname! —balbuceaba Aurora sin sentido.
—¿Te has vuelto loca a estas alturas? —gritó él—. ¡¿Vas a humillarme así?! ¡Da gracias de que solo te echo a la calle!
Aurora tenía, como él, cuarenta y seis años. Gracias a su dinero, parecía de treinta como mucho. Y eso también le dolía a Rodrigo. ¿A quién se le ocurriría una mujer de cuarenta y seis años que no hubiera sido moldeada por tanto dinero?
**Todos los relatos de la vida**
—¿Rodri, hola? ¿Por qué no saludas? —lo llamó un vecino del pasado lejano, David, creo.
Rodrigo Martínez rechinó los dientes. ¡Qué castigo! Hacía años que se había mudado de aquel barrio, pero aún lo reconocían. Y justo tenía que ser el borracho del barrio. Uno de tantos…
La ventanilla del coche se abrió y Jaime preguntó en voz baja:
—¿Necesita algo, don Rodrigo?
Él hizo un gesto de negación. Entró al portal sin mirar atrás. Aquel vecino había sido más que eso… casi un amigo, quizá. Pero eso fue hace una eternidad.
—¿Nunca te volviste a casar después del divorcio? ¿Sigues soltero? —insistió David.
O quizá no era David. ¡Qué más daba! Rodrigo había pasado media vida intentando olvidar. En otra época, él y David, y otros perdedores, habían sido muchachos jóvenes. Bebían el vino más barato. ¿Cuándo? ¿Hace treinta y cinco años? Y ahora tenía que saludar a borrachos acabados solo porque su madre…
—¡Hola, mamá! —llamó al entrar al piso.
—¡Rodri! —respondió ella, radiante.
¿Por qué no se mudaba con él a su mansión en La Moraleja? Pero no, ella se aferraba a ese nido de toda la vida como si fuera su tesoro.
Carmen, su madre, aún conservaba energía a sus setenta y ocho años. Caminaba quince mil pasos al día con bastones. Pedía la compra por el móvil. Veía cine moderno en la tele de última generación que él le regaló, aunque siempre criticaba que “el arte está en decadencia”. Viajaba dos veces al año, ya fuera a las islas o a Europa. Una señora moderna. Rodrigo se enorgullecía de ella. Pero su terquedad por quedarse en ese piso… no lo entendía. Y cada visita terminaba igual.
—Mamá, ¿no te lo has pensado?
—¿El qué? —preguntó Carmen, fingiendo inocencia.
Rodrigo la quería… y sabía que la echaría de menos cuando… mejor no pensarlo.
—¡Lo de siempre! ¡Ven a vivir conmigo! ¡Así no tendré que venir más!
—No hace falta que vengas. No te obligo. Si quieres verme, quedamos en el centro.
¿Cómo podía decirlo con tanta naturalidad? ¡Era su madre! La persona más importante del mundo.
—¡No puedo dejar de venir! —dijo él—. Necesito asegurarme de que estás bien. En casa y… en general.
—¿En general? ¿Te refieres a mi cabeza? —preguntó ella, burlona.
Rodrigo no pudo evitar sonreír.
—¡Mamá, por favor! ¿Podrías no cotillear sobre mi vida con tus amigas?
—¿Yo cotilleo? —arqueó las cejas.
—¡Pues algo habrás dicho si hasta los borrachos del barrio me preguntan si me he vuelto a casar!
—Pues a lo mejor deberías —suspiró ella—. Así me controlarías menos.
—¿Así lo ves? ¿Que vengo a verte solo para controlarte?
—¡No vienes solo a verme! Me da la impresión de que esperas a que me vuelva débil para llevarme a tu urbanización de ricachones.
—¡Mamá! —Rodrigo se sintió profundamente ofendido.
Ella se levantó y golpeó el suelo con el pie:
—¡Sí! ¡A la fuerza! No entiendes que solo quiero vivir en paz en mi piso. ¡Donde crecí! ¡Y donde te crié a ti, desagradecido!
Rodrigo retrocedió. ¿Qué le pasaba?
—Vendré otro día… —murmuró, yéndose.
—¡Ojalá alguna vez vengas sin insistir en lo mismo! ¡No pienso mudarme a tu urbanización de nuevos ricos! —le gritó al salir.
Rodrigo vivía a ocho kilómetros de La Moraleja, pero para su madre, todo era lo mismo: nuevos ricos, advenedizos… Carmen había sido catedrática de literatura, profesora universitaria toda su vida. Su marido murió joven, a los cincuenta y dos. Ella siguió adelante, pero nunca quiso volver a casarse: “Después de Luis, esa parte de mi vida ya no me interesa”.
Rodrigo estaba feliz en su matrimonio con Aurora. Luego vino el ascenso, la fortuna. Su hijo, Pablo, se fue a estudiar a Reino Unido y nunca volvió. Tras el divorcio, ocho años atrás, Rodrigo se quedó solo. Y eso, en el fondo, le iba bien… aunque a veces se preguntaba: ¿acaso repetía el destino de su madre?
Después de la pelea, no fue a verla en un mes y medio. Hasta que, preocupado, la llamó. Su voz sonó débil.
—Mamá, ¿estás enferma?
—¡No, hijo! ¡Estoy bien!
Pero él no se lo creyó. Fue corriendo. Al llegar, una mujer desconocida abrió la puerta.
—¿Dónde está mi madre?
—¡Rodrigo, baja la voz! ¡Está durmiendo! —lo detuvo enPero cuando Rodrigo entró en la habitación y vio a su madre sonreírle con esos ojos llenos de vida, supo que, al final, algunos lazos nunca se rompen.