**El Marido Rico**
Echó a su mujer, Julia, después de descubrir su infidelidad. Claro, no la dejó en la calle, pero cortó todo contacto.
—¡Tienes la culpa tú también! ¡Táras, por favor, perdóname! —decía Julia sin sentido.
—¡Te has vuelto loca a estas alturas! —gritaba él—. ¡Vergüenza me has hecho! ¡Da gracias que solo te echo de casa!
Julia tenía cuarenta y seis años, como él. Pero con el dinero que él invirtió en ella, parecía de treinta. Y eso también le dolía a Táras. ¿Quién querría a una mujer de su edad sin todo ese dinero detrás?
**Todas las historias sobre la vida**
—¡Táras, hola! ¿No saludas? —lo llamó un vecino del pasado, Dimi, creo.
Táras apretó los dientes. ¡Qué castigo! Hacía años que se había mudado de ese barrio, pero ahí estaban. Recordaban su nombre. Y, para colmo, era el borracho del barrio. Uno de tantos…
La ventanilla del coche se bajó y Sergio preguntó en voz baja:
—¿Necesita algo, Táras Ilich?
Él negó con un gesto. Caminó rápido hacia el portal, ignorando al exvecino. Más que un vecino, ¿un amigo? Quizá. ¡Qué lejos quedaba todo eso!
—¿Te has vuelto a casar después del divorcio? ¿O sigues soltero? —insistió Dimi.
¿O no era Dimi? Da igual. Táras había pasado media vida intentando olvidar. En su juventud, él, Dimi y los demás perdedores eran solo chicos jóvenes. Salían juntos, bebían el vino más barato. ¿Cuándo? ¿Hace treinta y cinco años? Y ahora tenía que saludar a borrachos fracasados solo porque su madre…
—¡Hola, mamá! —gritó al abrir la puerta del piso.
—¡Tarasito! —respondió ella, alegre.
¿Por qué no se mudaba con él a su enorme casa en La Moraleja? Pero no, ella seguía aferrada a este piso de toda la vida.
—¿Cómo estás, mamá?
Su madre, con setenta y ocho años, seguía ágil. Caminaba quince mil pasos al día con bastones. Pedía la compra por aplicación. Veía cine moderno en el equipo que él le regaló y criticaba el arte en decadencia, como ella decía. Viajaba dos veces al año a lugares cálidos o Europa. Una señora moderna. Táras estaba orgulloso de ella. Pero su terquedad con el piso… no lo entendía. Y siempre acababan discutiendo.
—Mamá, ¿aún no te has decidido?
—¿A qué te refieres? —preguntó Adela con tono inocente.
Sabía fingir que no entendía cuando le convenía. La amaba, pero no soportaba esta discusión.
—¡A lo de siempre! ¡Mudarte conmigo! ¡Así no tendría que venir tanto!
—Pues no vengas. Nadie te obliga. Si quieres verme, quedamos en el centro.
¿Cómo podía decirlo así? ¿No venir? ¡Era su madre!
—¡No puedo no venir! Necesito saber que estás bien. En casa y… en general.
—¿Qué? ¿Estás preocupado por mi cabeza? —preguntó ella, burlona.
Táras no pudo evitar sonreír.
—Mamá… ¿podrías dejar de hablar de mi vida con tus vecinas?
—¿Yo hablo?
—¡Si hasta los borrachos del barrio me preguntan si me he vuelto a casar!
—¡Pues igual deberías! ¡Así me controlarías menos!
—¿Así lo ves? ¿Que vengo a verte por control?
—¡No vienes solo a verme! Me da la sensación de que esperas a que me vuelva débil para llevarme a tu chalet de La Moraleja.
—¡Mamá! —Táras se indignó.
Su madre se levantó y golpeó el suelo con el pie:
—¡Sí! ¡Por la fuerza! Nunca entenderás que solo quiero vivir en paz en mi piso. ¡Donde te crié, malagradecido!
Táras dio un paso atrás. ¿Qué le pasaba?
—Vendré otro día… —murmuró y salió.
—¡Ojalá vengas alguna vez sin sacar este tema! ¡No pienso mudarme a La Moraleja con los nuevos ricos! —gritó ella.
Táras vivía en una urbanización a ocho kilómetros de La Moraleja, pero su madre no se molestaba en detalles. Para ella, todo era igual. Nuevos ricos, advenedizos, etc. Adela fue profesora universitaria, catedrática. Su esposo murió joven, a los cincuenta y dos. Ella se negó a volver a casarse.
Táras estuvo feliz en su matrimonio con Julia, hasta que su hijo se marchó a estudiar a Inglaterra y no volvió. Luego, Julia, aburrida, tuvo un affair con un vecino. Y él la echó sin contemplaciones.
Ocho años después, estaba solo. Y en parte, le gustaba. Pero a veces pensaba: ¿iba a acabar como su madre? Él despreciaba a sus antiguos amigos, ella se negaba a mudarse. ¿Cuándo se había vuelto tan arrogante?
**El reencuentro**
Táras no visitó a su madre durante un mes y medio. Hasta que la llamó y notó su voz débil.
—Mamá, ¿estás enferma?
—¡No, hijo! ¡Estoy bien!
Pero él corrió a su casa. Al abrir la puerta, una mujer desconocida lo detuvo.
—¡Calla! ¡Adela está durmiendo! Se cayó, tiene una contusión.
—¿Y usted quién es?
—¿No me reconoces? —rió la mujer.
Al ver su sonrisa, algo le resultó familiar.
—Natasha. La hermana de Dimi.
—¡Dios! ¡No te veía desde hace treinta y cinco años!
—Me casé y me fui. Volví, pero todo había cambiado.
Táras se disculpó por su rudeza y, sin pensarlo, la invitó a cenar.
En el restaurante, rieron como locos. Recordaron su infancia. Por un momento, Táras dejó de ser el hombre rico y solitario. Se sintió vivo.
Antes de despedirse, la besó. Y ella respondió.
—¿Crees que tu madre estará bien hasta mañana? —preguntó él.
—¿Por qué?
—Vente a mi casa.
Ella rió. Y aceptó.
**Final feliz**
Cuando Táras se casó con Natasha, su madre estaba recuperada y feliz en la boda. A él no le importó el qué dirán. Con Natasha, se sentía completo.
Hasta ayudó a Dimi a entrar en rehabilitación. Todos creyeron que Natasha había ganado la lotería. Pero ella sabía que era más que dinero. Era amor.
Y a ellos, lo demás no les importaba.