«¡Me levanto para que no se lo quede nadie!» Cómo la abuela Elena se levantó de la cama al sospechar que el abuelo Nicolás andaba en malos pasos
La abuela Elena estaba muy débil. No tenía fuerzas ni para hablar, ni para levantarse, ni siquiera para mirar por la ventana. Yacía de cara a la pared, como si ya hubiera tomado una decisión. Su marido, el abuelo Nicolás, entró en la casa como de costumbre, puso a hervir la tetera y preparó un té aromático, que perfumó toda la casa como en los viejos tiempos. Quiso animar a su amada, pero lo que escuchó de ella no fue lo que esperaba.
—Ahí, en el armario, está mi vestido —susurró Elena—. Y el pañuelo con el que me llevarán al último viaje… No lo confundas, está en una bolsa aparte…
—¡Qué tonterías dices! —exclamó Nicolás, indignado—. ¿Crees que no encontraré tu vestido? Pero a ver qué me dices de lo que pasó… ¡Me encontré a Juana cerca de la tienda! ¡Tan arreglada que casi me quedo sin habla! Se me acercó y me dijo: «Nicolás, ¿no quieres dar un paseo conmigo?» ¿Qué me dices de eso, eh?
Y entonces ocurrió el milagro. La abuela Elena apartó su manta de un tirón, se sentó de golpe y… ¡se levantó! Con paso lento pero firme, se dirigió al armario.
Nicolás se quedó inmóvil, con la taza en la mano.
Todo había empezado antes, cuando Laura y Carmen, dos enfermeras, pasaban la noche de guardia en el centro de salud del pueblo. Estaba tranquilo, los pacientes dormían, y decidieron ponerse su película favorita de amor.
—La he visto mil veces y nunca me cansa —dijo Carmen con una sonrisa.
—A mí siempre me recuerda a mis abuelos, la abuela Elena y el abuelo Nicolás —respondió Laura—. Son como de película. Su amor es igual de verdadero…
Laura contaba cómo la abuela Elena siempre rezongaba con cariño al abuelo, y él solo sonreía:
—Siempre me regañas, ¿por qué? Mira, otros maridos van de parranda o se emborrachan, ¡pero yo soy un santo contigo!
A lo que ella replicaba al instante:
—¡Santo te has vuelto ahora que eres viejo! ¡Antes eras más callejero que nadie!
Cuando la abuela enfermó, al principio todos pensaron que era grave. Ambos rondaban ya los ochenta. Vinieron los médicos, sus hijos llamaron a un especialista privado. Pero los análisis salieron bien, la tensión estaba normal, y la temperatura, perfecta. Sin embargo, Elena seguía postrada, sin mirar a nadie a los ojos y rechazando la comida.
—No me entra nada —murmuraba—. No tengo hambre. Ya es… mi hora…
El abuelo Nicolás no se separaba de su lado.
—¿Un té con limón? —preguntaba.
—No…
—¡Al menos un poco de avena! ¡La he hecho yo!
Ella solo se giraba hacia la pared. Pero, por él, empezó a comer algo: una cucharada de avena en agua.
Un día, el abuelo salió de casa, ajustándose la gorra. Elena, débil, se incorporó un poco:
—¿Adónde vas?
—Ya vuelvo —refunfuñó él.
Se dirigió a la casa de la tía Antonia, la curandera del pueblo. Le dio unas hierbas y le susurró al oído cómo «devolverle la vida» a su esposa.
—Funcionará —aseguró—, si lo haces bien.
El abuelo regresó, preparó las hierbas, y el té despidió un aroma que llenó toda la casa. Y entonces la abuela volvió a lo suyo:
—Ahí en el armario está mi vestido de difunta…
Pero Nicolás, inesperadamente, soltó:
—¡Y a Juana la vi en la tienda! ¡Tan arreglada que llamaba la atención! Me dijo que con esta primavera y los pájaros cantando, apetecía pasear. ¡Hasta me invitó a ir con ella! ¿Te imaginas?
Juana había sido su primer amor. Se había casado varias veces, pero ahora era viuda, y no perdía ocasión de coquetear con Nicolás. Decía que él había dejado escapar su felicidad, que las cosas podrían haber sido distintas…
La abuela Elena sabía de sus insinuaciones. Y aunque Nicolás siempre lo negaba, la duda se le había instalado en el corazón.
Para rematar, el abuelo añadió:
—¡Y también me crucé con Raquel! ¡Esa sí que va como una reina, con su abrigo nuevo y los labios pintados! Su marido es un viejo decrépito, pero ella… ¡un volcán!
Y entonces la abuela apartó la manta, bajó los pies de la cama y, con gesto de disgusto, se encaminó al armario.
—No te preocupes, no he olvidado tu vestido. Serás la más guapa —dijo él con calma.
—¡Qué difunta ni qué niño muerto! —replicó Elena—. ¡No tengo nada decente que ponerme! El abrigo lo ha roído la polilla, el sombrero está viejo, y los pañuelos… ¡para el trapo!
—Pero si tú decías que no hacía falta nada, que total…
—¡Pues ahora quiero cosas nuevas! —exclamó, sacando furiosamente prendas del armario.
—¡Juana y Raquel ya deben estar frotándose las manos, creyendo que me muero! ¡Pues aquí estoy, levantada! ¿Dónde están las patatas? Tengo hambre. ¡Y dame ese té, que huele bien!
Desde aquel día, Elena volvió a moverse por la casa, ordenando todo y rezongando como siempre. Nadie supo adónde se fue su «debilidad».
El abuelo le compró un abrigo nuevo, un sombrero y hasta un pañuelo primaveral. Ahora la abuela pasea por el pueblo como una reina. Nicolás camina a su lado, contento, con una sonrisa pícara, como si supiera quién había engañado a quién.
—¡Míralo! —se quejó ella a su hija, que vino a visitarlos días después—. ¡Apenas me veían débil y ya andaba detrás de las mujeres del pueblo! ¡Juana, Raquel… como moscas alrededor! ¡Pues no se lo daré a nadie! ¡Me levanté por pura rabia, y viviré muchos años, ¿entendido?!
Aquella noche, Laura y Carmen terminaron la película y siguieron charlando. La guardia era larga, y aún quedaba mucho por delante.
—¡Qué pareja tan maravillosa tus abuelos! —dijo Carmen con una sonrisa—. Amor de verdad.
—Ya celebraron las bodas de oro. Y no les falta mucho para las de diamante —respondió Laura con orgullo—. Claro, están más frágiles, pero siguen adelante. Y, sobre todo, se quieren.
—¿La abuela tiene miedo de que el abuelo se vaya con otra?
—¡Por supuesto! —se rio Laura—. Pero no tiene por qué. Él es fiel como un perro. Aunque viene bien un poco de celos… ¡Le ha dado una segunda vida!
Ambas se rieron, con esa risa cálida que solo nace cuando, a pesar de los años, el amor sigue intacto en el corazón.
**Moraleja:** A veces, un pequeño empujón de orgullo, o incluso de celos, puede ser la mejor medicina para que el espíritu vuelva a encenderse. El amor verdadero no solo perdona, sino que también sabe cómo reavivar la chispa de la vida.