Despedidas con dignidad

**Abandonar con decencia**

Marina estaba convencida de que las mujeres que se divorciaban jóvenes y vivían sin marido eran más felices. Así lo veía ella, desde su experiencia y su perspectiva.

—Quizá algunas no estén de acuerdo conmigo —le dijo a su amiga Esperanza—, pero es lo que pienso ahora.

—Puede ser —respondió Esperanza con titubeo—. Cada una tiene su destino. No se puede generalizar. Hay mujeres infelices en su primer matrimonio y felices en el segundo… o incluso en el tercero.

—No voy a discutir —repuso Marina—, pero sigo pensando igual. En mi caso, él me destrozó. Ahora ya no confío en nadie.

Aquella Nochevieja, Marina, su marido Jorge, su suegra —que vivía en el mismo edificio— y su hijo Antonio, de catorce años, celebraron en casa. Todo fue bien. Marina preparó la cena, su suegra ayudó, y lo pasaron en familia. El primero de enero amanecieron tarde, agotados por el jaleo de los petardos y los fuegos artificiales. La suegra se había ido antes.

El año empezó mal para Marina. Después de comer, Jorge desapareció. Se subió al coche sin decir nada y se marchó.

La noche cayó y ella no podía dormir. La angustia la corroía.

—¿Y si ha tenido un accidente? —pensó, con la cabeza a punto de estallar.

Esperó una llamada, cualquier noticia. Pero solo hubo silencio. El teléfono de Jorge estaba apagado. Amaneció con migraña y la tensión alta. Mientras preparaba café, llegó un mensaje: «No me busques. Me voy de tu vida».

Las manos le temblaron. El corazón le golpeaba el pecho.

—¿Le enseño el mensaje a su madre? —dudó—. No, mejor no angustiarla.

Pero luego pensó:

—¿Y si ella lo sabe? Voy a enseñárselo.

Fue al piso de al lado y llamó.

—Mira lo que me ha mandado tu hijo —dijo, herida.

—Marina, no puede ser… Él nunca dijo nada. ¿No te diste cuenta de nada? —La suegra palideció.

—Pensé que estabas de su parte.

—¡Por Dios, Marina! Si lo hubiera sabido, le habría puesto las cosas claras. Pero ya es tarde —las manos le temblaban también—. Yo siempre estaré contigo.

Marina respiró aliviada. Al menos Jorge estaba vivo. Pero el dolor seguía ahí.

No tenía hambre. Solo rabia. ¿Por qué no tuvo el valor de decírselo a la cara?

—Voy a llamarle otra vez —decidió.

Una mujer contestó.

—¿Quién es? —preguntó Marina.

—La esposa de Jorge. ¿Y usted?

Marina fingió ser la mujer de un amigo y consiguió la dirección. Decidió ir.

—Mamá, ¿ha vuelto papá? —preguntó Antonio.

—No, cariño. No sé dónde está.

No quería mirarle a los ojos. Temía lo que pudiera hacer.

Llamó a Esperanza.

—Me ha dejado. Se ha ido con otra.

—¿Jorge? ¿Estás de broma?

—Ojalá. Voy a verlos.

—¿Quieres que te acompañe?

—No. Esto es cosa mía.

El autobús la llevó a una urbanización. Encontró la casa. La puerta estaba abierta. Entró. Jorge y la mujer estaban comiendo.

Él se levantó, mudo. Ella preguntó:

—¿Quién es?

—Su esposa. Tenemos un hijo. ¿Y usted?

La mujer palideció.

—¿Quién te ha dicho que vinieras? —gritó Jorge—. ¡Lárgate!

La mujer se acercó, furiosa.

—Me dijiste que tu esposa había muerto hace dos años. ¡Me mentiste!

Jorge, avergonzado, balbuceó:

—Tenía miedo de perderte, Verónica. Iba a decírtelo…

Marina lo observó, desconcertada.

—¿Cómo puedes decir que tu esposa está muerta? Si quieres a otra, sé honesto. ¿Enterrar en vida a tu familia? Eso ni a tu peor enemigo.

Recuperó la compostura y preguntó a la mujer:

—¿Cuánto lleváis?

—Casi un año.

Marina se quedó helada. Un año engañándola. Y ella, ciega.

—Decía que no podía mudarse por su madre enferma.

Marina soltó una carcajada.

—¡Vaya! Me ha enterrado a mí y a su madre. Pues aquí estoy, viva. Y su madre también.

Se marchó con la cabeza alta.

En casa, Esperanza la llamó.

—Marina, ¿dónde estás?

—Ven.

Minutos después, su amiga estaba a su lado.

—No te reconozco —susurró.

—¿Sabes lo que hizo? Dijo que llevaba dos años muerta. ¡Y a su madre también! —Se rió, nerviosa—. ¿Cómo puede alguien hacer eso?

Esperanza no daba crédito.

—Vaya sorpresa…

Marina pidió el divorcio. Jorge le dejó el piso, llevándose solo el coche.

Le dijo a su suegra:

—Tu hijo nos ha enterrado a las dos. ¿El piso? Como si me hubiera casado por eso. ¿Y los años juntos?

La suegra no podía hablar. Nunca imaginó eso de su hijo.

Marina recordó cuando Jorge estuvo hospitalizado. Ella lo cuidó día y noche.

—Y luego empezó con esta mujer. Olvidó quien le dio de comer.

Antonio lo supo.

—Mamá, no te preocupes. Si se ha ido, que se vaya. No lloraremos por un traidor. Tenemos el uno al otro.

Marina le acarició el pelo.

—Qué maduro eres.

Ahora vivían los dos. La suegra seguía cerca, pero ya no hablaba con su hijo. Como si también lo hubiera enterrado.

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