*23 de diciembre, 2023*
El invierno había cerrado su puño sobre la aldea perdida entre los densos pinos de los Pirineos aragoneses. Aquella tarde gélida, mientras la nieve crujía bajo mis botas y el silencio solo se rompía por el quejido de las ramas, algo llamó mi atención. Salí de la caseta del guardabosques —mi refugio de piedra y madera— hacia un sonido que no era del viento: un lamento casi humano.
Allí, junto a la valla, bajo la luz mortecina del farol, estaba ella. Una loba. Delgada como un alambre, con el pelaje erizado y los ojos hundidos, pero no había agresividad en su mirada, solo una quietud desesperada. Me quedé quieto, preguntándome si intervenir era sabio. Al final, entré y saqué trozos de carne de jabalí que guardaba para emergencias. Los dejé en el suelo, sin acercarme. Ella no se movió. Solo inclinó levemente la cabeza, como asintiendo, antes de desaparecer con su premio entre las sombras.
En las semanas siguientes, volvió. Siempre sola, siempre en silencio. Esperaba en el mismo lugar, paciente, mientras yo le dejaba comida. Los vecinos murmuraban:
*”¿Estás loco, Javier? ¡Es una bestia! ¿Y si un día se le ocurre atacarte?”*
Pero yo seguí. Sabía que un animal hambriento es impredecible, pero uno saciado… uno saciado solo quiere vivir en paz.
Llegó enero con ventiscas que arañaban los cristales. La loba faltó un día. Luego dos. Una semana. Pasó un mes entero, y los aldeanos respiraron aliviados. *”Por fin se hartó”*, decían. Yo, en cambio, sentía un vacío raro. Me había encariñado con aquella presencia silenciosa.
Hasta que, una noche de febrero, el sonido regresó. Un gruñido bajo, conocido. Salí al porche, y ahí estaban: la loba, y tras ella, dos jóvenes lobos. No avanzaban. No enseñaban los dientes. Solo me observaban, serenos, como si hubieran venido a decir algo.
Y entonces lo entendí. Todo ese tiempo, no había alimentado a una loba. Había alimentado a una madre. La carne que le daba no era solo para ella; era para sus crías, escondidas en algún rincón del bosque. Y ahora… ahora traía a su familia para algo que solo podía ser despedida. O agradecimiento. ¿Quién sabe lo que piensan los lobos?
Permanecieron un minuto. La loba inclinó la cabeza, igual que la primera vez, y los tres se fundieron en la nieve.
Nunca más los volví a ver. Tampoco hablé de esto en voz alta. Pero algunas noches, junto a la ventana, mientras el viento canta entre los árboles, murmuro:
*”Adiós. Y gracias, hermana del bosque.”*
En esas palabras caben todas las cosas: el dolor, la gratitud y la certeza de que hasta la naturaleza más salvaje guarda espacio para la bondad.