**Diario personal**
Hoy dejé a mi amante en su casa, le di un beso suave y me marché a casa. Al llegar al portal, me detuve un momento, pensando en cómo iba a decírselo a mi mujer. Subí las escaleras y abrí la puerta.
—Hola —dije—. Vega, ¿estás en casa?
—Sí —contestó ella con voz apagada—. Hola. ¿Voy a freír los filetes o qué?
Me prometí a mí mismo ser directo: firme, decidido, ¡como un hombre! Poner fin a esta doble vida antes de que se enfriaran los besos de mi amante, antes de que la rutina me volviera a arrastrar.
—Vega —me aclaré la garganta—. He venido a decirte… que tenemos que separarnos.
La reacción de Vega fue más que serena. A Vega Bustillo nunca le costaba mantener la compostura. Hace años, hasta la llamaba «Vega la Fría» por eso.
—¿Qué quieres decir? —preguntó desde la cocina—. ¿Que no fría los filetes?
—Eso lo decides tú —dije—. Si quieres, los fríes; si no, no. Yo me voy con otra mujer.
La mayoría de esposas, ante semejante declaración, se abalanzarían con la sartén o montarían un escándalo. Pero Vega no era como la mayoría.
—Vaya tontería sin importancia —murmuró—. ¿Trajiste mis botas del zapatero?
—No —me turbé—. Si es tan urgente, voy ahora mismo a recogerlas.
—Ay, por Dios… —refunfuñó—. Así eres tú, Bustillo. Mandas a un tonto por las botas y te trae las viejas.
Me sentí ofendido. La conversación sobre nuestra separación no iba como esperaba. ¡Faltaban gritos, pasión, reproches! Aunque, ¿qué más se podía esperar de una mujer tan fría como Vega?
—Vega, ¡creo que no me estás escuchando! —insistí—. ¡Te estoy diciendo que me voy con otra mujer, que te abandono, y tú hablando de botas!
—Claro —dijo ella—. Tú sí puedes irte cuando quieras. Tus botas no están en el zapatero. ¿Qué te impide caminar?
Llevábamos mucho tiempo juntos, pero aún no sabía cuándo Vega bromeaba y cuándo hablaba en serio. Al principio, me enamoré precisamente de su carácter tranquilo, su serenidad y sus pocas palabras. Además, era eficiente y tenía una figura envidiable.
Vega era firme, leal e imperturbable como un ancla de barco. Pero ahora yo amaba a otra. ¡La amaba con pasión, pecado y dulzura! Era hora de poner punto final y comenzar una vida nueva.
—Mira, Vega —dije con solemnidad—, te agradezco todo, pero me voy porque amo a otra mujer. Y a ti ya no.
—Madre mía —suspiró—. Pobrecito, no me quiere. Mi madre amaba al vecino. Mi padre amaba el dominó y el coñac. ¿Y qué? Mira qué bien me ha salido todo.
Sabía que discutir con Vega era inútil. Cada una de sus palabras pesaba como una losa. Mi entusiasmo inicial se esfumó, y las ganas de pelear se evaporaron.
—Vega, eres increíble —dije, desanimado—. Pero amo a otra. Con locura, pecado y dulzura. Y me voy con ella, ¿entiendes?
—¿Otra? —preguntó—. ¿La Natalia Espinar?
Retrocedí. Hace un año tuve un romance con ella, pero ¡no sabía que Vega la conociera!
—¿Cómo sabes de…? —empecé, pero me callé—. No importa. No es ella.
Vega bostezó.
—Entonces, ¿quizá la Susana Borrallo? ¿Otra vez por ahí?
Se me heló la sangre. Susana también había sido mi amante, pero eso quedó atrás. ¿Y si Vega lo sabía? Claro, ella nunca soltaba prenda.
—No es ella —afirmé—. Es otra, una mujer maravillosa, la cumbre de mis sueños. No puedo vivir sin ella, y me voy con ella. ¡No intentes convencerme!
—Entonces es la Maica —concluyó Vega—. Ay, Bustillo… eres un caso perdido. Tu “cumbre de los sueños” es Maica Valentina Gusano. Treinta y cinco años, un hijo, dos abortos… ¿Verdad?
Me agarré la cabeza. ¡Le había dado en el blanco! Mi romance era, efectivamente, con Maica.
—Pero… ¿cómo? —balbuceé—. ¿Quién te lo dijo? ¿Me seguiste?
—Elemental, Bustillo —respondió Vega—. Soy ginecóloga con años de experiencia. He revisado a casi todas las mujeres de esta ciudad, mientras que tú solo a unas pocas. Con solo echar un vistazo, sé quién ha estado contigo, ¡pardillo!
Intenté recuperar la compostura.
—¡Supongamos que has acertado! —dije, firme—. Da igual si es Maica. No cambia nada, me voy con ella.
—Eres tonto, Bustillo —suspiró Vega—. ¡Podrías haberme preguntado antes! Por cierto, Maica no tiene nada de extraordinario, te lo digo como profesional. ¿Has visto su historial médico?
—N-no —admití.
—¡Claro! Primero, ve a ducharte. Mañana llamaré al doctor Simón para que te atienda en el dispensario sin cola —añadió—. Luego hablamos. ¡Qué vergüenza! El marido de una ginecóloga incapaz de encontrar una mujer sana.
—¿Y qué hago ahora? —pregunté, desesperado.
—Voy a freír los filetes —dijo Vega—. Tú lávate y haz lo que quieras. Si necesitas una “cumbre de tus sueños” sin enfermedades, dime, te recomendaré alguna…