Despedida

La Despedida

La noche oscura y silenciosa se desvanecía, acercando el inevitable momento de la despedida. El amanecer asomaba. Carmen había pasado toda la velada junto al féretro de su difunto marido, sumergida en recuerdos de su vida junto a Antonio. Ambos ya rozaban la vejez.

«Antonio vivió setenta y seis años, podía haber vivido más si no fuera por la enfermedad», pensó Carmen para sí, tres años menor que él.

«Fuiste un buen esposo y padre, Antonio», murmuró en voz alta mientras lo miraba. La luz del alba revelaba su rostro mejor que la tenue llama de la vela durante la noche. «Siempre fiel, y tantas tentaciones hubo… ay, cómo vuela la vida».

Toda la noche, los recuerdos zarandearon su alma, como si hojease un libro, página tras página, llenas de penas y alegrías. Cincuenta y tres años juntos, nada insignificante.

Cuando Antonio supo que no se levantaría, le decía una y otra vez:

«Carmencita, Dios me castiga por mis pecados. No supe vivir ni pensar como debía». Pero ella lo calmaba.

«No te culpes, Antonio. Tuviste una vida buena. No bebías, no andabas de juerga como otros, nos quisiste a mí y a nuestra hija. No sabes lo que dices, ¿qué pecados?». Él la escuchaba y se serenaba.

Ya clareaba. En la cocina, su hija Lucía se afanaba. Había llegado sola desde la ciudad. Sin marido, divorciada hacía años, su hija —nieta de Carmen— acababa de dar a luz a su segundo hijo, por eso no vino. La nieta no se despediría del abuelo. Pero al menos pasó todas sus vacaciones infantiles con ellos.

Lucía había volado del nido, única hija viva. Dos murieron al nacer, uno al día, el otro a la semana. Carmen la cuidó como un tesoro. Pero Dios le concedió vida.

Antes de terminar el instituto, Lucía anunció:

«Queridos padres, me iré a la ciudad. No quiero quedarme en el pueblo. Sé que soy vuestra única hija y debería cuidaros, pero allí la vida es más interesante».

«Bueno, no me opongo», aceptó su padre al instante. Su madre se llevó a los ojos el borde del pañuelo que llevaba en la cabeza.

«Ay, hija, ¿y cómo nos quedaremos sin ti?». Quiso llorar, pero Antonio la fulminó con la mirada.

«No dramatices, mujer. Que la niña labre su futuro. No es para quedarse aquí. Que triunfe».

Carmen lo entendía, pero el miedo a soltarla en la ciudad la atenazaba. Lucía se fue, estudió en la escuela de comercio y se hizo experta en ventas. Luego se casó y jamás volvió bajo el techo familiar.

Carmen y Antonio vivieron casi siempre solos, trabajando en la cooperativa agraria, en armonía. Cuando envejecieron, traían a la nieta en verano. Pero esta creció y casi olvidó el camino. Tenía su vida, aunque los abuelos la echaban de menos.

«La llevábamos a la siega. Le encantaba bañarse en el río después». Carmen esbozó una sonrisa al recordar cómo chillaba la niña cuando su abuelo la zambullía, enseñándola a nadar. Y lo consiguió.

«Mamá, ¿qué piensas?», susurró Lucía, acercándose.

«Nada, solo recuerdos. Siéntate conmigo, despidámonos de tu padre en paz antes de que llegue la gente. Vendrán los vecinos, no nos dejarán despedirnos bien. Todos lo respetaban. Ayudaba a cualquiera».

Lucía se sentó y abrazó a su madre.

«Qué bien que te pareces tanto a él. Con el tiempo, su rostro se borrará de mi memoria, pero tú lo llevas en los ojos…», murmuró Carmen, meciéndose.

«Mamá, ¿cómo os conocisteis? Nunca hablamos de eso».

«Pues, Lucita… Fue raro. Se me pegó sin más. Me vio en la capital y se aferró a mí para toda la vida».

«¿En la capital? ¿Qué hacías allí?».

«Trabajaba en la granja de la cooperativa, era de las mejores. Me mandaron a un congreso de productores ejemplares. Me dieron un diploma y un reloj de pulsera. ¡Ninguna chica del pueblo tenía uno! Nos llevaron de excursión, mujeres de toda la provincia, algunos hombres, pocos».

En el comedor, conoció a Antonio. Se sentaron en mesas cercanas, pero él no apartaba los ojos de ella. Alto y bien plantado, aunque mal vestido. Ropa sucia, arrugada. Supo al instante que no había mujer en su vida. La curiosidad la venció. En el pueblo escaseaban los jóvenes, se iban a la ciudad o al ejército y no volvían…

Carmen suspiró, reviviendo aquel encuentro. Al salir, una voz masculina la detuvo:

«Llévame contigo. Me llamo Antonio. ¿Y tú?».

«Carmen», respondió seria. «Ni sabes en qué aldea vivo. ¿Cambiarías la ciudad por este lugar?», se rio.

«Iré. ¿Qué me ata a un soltero como yo? Iré, Carmencita». Desde entonces, así la llamó.

Y la siguió. A ella le gustó al instante. Antonio llegó al pueblo, se presentó ante sus padres y declaró:

«Buenas tardes, vengo a pedir la mano de su hija. Perdonen la premura, pero no tengo casa ni tierras. Carmencita me ha robado el corazón. Seré un marido trabajador y cariñoso».

Sus padres se quedaron pasmados.

«Lucía, ¿te mandaron a un congreso o a buscar marido?», preguntó su padre.

«Así pasó», murmuró ella, bajando la mirada. «Pero acepto».

La boda se fijó para el sábado. Sus padres vieron en él un buen partido y se pusieron manos a la obra. En el pueblo, una boda era sencilla: los vecinos, desde niños a ancianos, reunidos en el patio alrededor de una mesa. Después vinieron los días cotidianos de Carmen y Antonio.

Fue feliz. Cuando paseaban, las murmuraciones les seguían:

«Qué marido se ha buscado Carmen. Alto, guapo… Esos hombres suelen caer en tentaciones, o las mujeres en ellos», cuchicheaban las vecinas.

«Ya verán, no durará. Un hombre así no resistirá a las viudas», decía la vieja Rosario, mirando a Antonio de reojo.

Los rumores llegaban a ellos, pero no les afectaban. Antonio solo tenía ojos para su mujer. Aunque al principio, la suerte con los hijos les fue esquiva. Dos murieron al nacer, pero Lucía vino sana y fuerte.

«Carmencita, cómo quiero a nuestra hija, cómo te quiero a ti. No sé qué sería de mí sin aquel encuentro. Como si un rayo me hubiera empujado hacia ti. No hay otra mujer en el mundo para mí».

Carmen le creía. Aunque hubo motivos para los celos. Durante la siega, vio a Lola, conocida en el pueblo por sus devaneos, rondando a Antonio. Hermosa, sí, pero su marido se ahogó en el río una primavera.

Las mujeres la odiaban. Embriagaba a los hombres con aguardiente casero. Más de una esposa le arrancó mechones de pelo, pero nada la detenía.

A Antonio lo marcó desde la boda.

«Buen hombre este Antoñito. ¿Dónde lo encontró? Bueno, ya le daré yo mi toque», decidió Lola.

Carmen la vio acercarse, rozarle el hombro, susurrarle cosas que no alcanzaba a oír:

«Antoñito, te espero tras el granero esta noche. Verás qué caliente estoy…».

Él trabajaba en silencio. Sus palabras no lo conmovían. Solo mirabaY así, entre lágrimas y recuerdos, Carmen sintió que el susurro del viento traía la voz de Antonio, prometiéndole que pronto estarían juntos de nuevo, mientras el sol de la tarde acariciaba su rostro cansado y la paz, al fin, envolvía su corazón.

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