Despedí a la nuera silenciosa y terminé en un hogar de ancianos.

**14 de marzo, 2024**

Antonia Jiménez amaba dos cosas en esta vida: a sí misma, sin condiciones, y a su hijo Pedro—con una devoción fanática, casi religiosa. Pedro no era solo su hijo. Era el Sol alrededor del cual giraba su pequeño y pulcro universo. Desde la cuna, tuvo lo mejor: juguetes que los niños del barrio solo veían en escaparates, ropa “como de príncipe” y delicatessen de Madrid.

Lo apuntaron a todo—desde clases de baile (“¡Para la postura, Pedrito!”) hasta kárate (“¡Para que se defienda!”). A Pedro, hay que reconocerlo, le gustaba la constancia: en ningún sitio duraba más de un mes. Estudiar le aburría, esforzarse, impensable. Prefería perseguir palomas en la plaza, pintar bigotes en los carteles y asustar a la gata Mina, que una vez le dejó unos arañazos en sus vaqueros nuevos. Antonia suspiraba: “¿Qué le vamos a hacer? ¡Así es él!”.

Pedro creció. Un hombre alto, con mirada perezosa y manos sin callos. Entonces, Antonia asumió una nueva misión sagrada: proteger al Sol de intrusos. De mujeres. Sobre todo, de las “indignas”. Su lista de requisitos incluía: piso (a ser posible en el centro), coche (extranjero, menos de tres años) y padres (adinerados, con influencia). Pedro, acostumbrado a que su madre supiese más, rechazaba a una tras otra. “¿Pero tú estás loco? ¡Su padre es un simple ingeniero!” o “¿Te imaginas? ¡Viaja en metro! No está a tu altura”. Nunca hubo novia fija. Ninguna era “la adecuada”.

Hasta que un día, en el Centro Cultural, donde Pedro fue a ver un concierto gratis (por si le invitaban a algo), chocó contra Lucía. Ella llevaba una pila de libros que cayeron al suelo. Él, movido por un raro impulso, los recogió. Miró sus ojos grises, como nubes de lluvia. Y algo hizo *clic*. Lucía era bibliotecaria. Vivía en un modesto estudio en las afueras, heredado de su abuela. No tenía coche. Sus padres, profesores de pueblo. Según Antonia, un desastre. Pero Lucía era callada, sonreía mucho y olía a libros y vainilla. Pedro, por primera vez, desobedeció a su madre. La llevó a casa.

Antonia recibió a la novia como un general a un espía. Examen de pies a cabeza. Té frío. Preguntas como interrogatorio:
“¿Tienes piso? Ajá, un estudio… En las afueras… ¿Padres? ¿Profesores? Interesante… ¿Sabes conducir? ¿No? Lástima”.
Lucía enrojecía, arrugaba la servilleta, respondía con honestidad. Pedro comía el pastel de su madre y miraba por la ventana. Antonia hervía de indignación. *¿Esta ratoncita gris para mi príncipe? ¡Jamás!*

Pero Pedro se mantuvo firme. Por primera vez. Quizá la única en su vida. Y Antonia, con el corazón encogido, dio su “bendición”. No por resignación. Era una araña, esperando.

La boda fue sencilla. Lucía se mudó al piso de Antonia (¿dónde si no?). Y comenzó “la adaptación”—o más bien, el hostigamiento sistemático.
“Lucía, la sopa hoy… no sabe a nada. Nada que ver con la mía. A Pedrito le encanta el cocido, y esto es agua con sal”.
“¡Ay, el polvo en la cómoda! Pedrito es alérgico, ¿lo sabías? Hay que limpiar a diario”. (Lucía lo hacía por la mañana y por la noche).
“Pedrito, mira cómo ha planchado Lucía tu camisa. ¡Tiene arrugas! No irás así al trabajo. Quítatela, que la arreglo yo”.

Lucía aguantó. Amaba a Pedro. Esperaba que la defendiera. Pero él creía que su madre siempre tenía razón. Callaba. A veces rezongaba: “Venga, Lucía, esfuérzate más. Mamá solo quiere lo mejor”.

Antonia atacó con más sutileza:
“¿Sabes, Pedrito? Lucía compró hoy un jamón barato… ¿Está ahorrando a costa tuya?”
“Ay, Lucía, con ese jersey pareces un saco de patatas. No te favorece. Pedrito, dile que no lo vuelva a poner”. (Era nuevo, comprado con su sueldo).

Lucía lloraba en la almohada. Pedro se exasperaba: “¡Deja de quejarte! ¡Mamá solo intenta ayudarte!”.

Hasta que un día, al volver del trabajo (daba clases por las tardes), Lucía vio a Antonia tirar su sopa por el fregadero.
“¡Perdona, Lucía! Se me cayó… Parecía que estaba pasada. No importa, Pedrito, ¡te hago una tortilla! ¡Nada como las mías!”.
Lucía miró a Pedro. Él encogió los hombros: “Fue sin querer. No montes un drama”.

Fue la gota que colmó el vaso. No un grito, sino un suspiro roto: “Pedro, no puedo más…”.
“¿Y qué?”, contestó él, mirándose las uñas.

Un mes después, se divorciaron. Lucía se fue en silencio, con una maleta y el corazón hecho pedazos. Antonia celebraba: “¡Al fin te libraste de ese lastre, hijo! Ahora encontraremos a alguien de tu nivel”.

Y Pedro encontró. O mejor dicho, Sofía lo encontró a él. Vibrante como un loro, ruidosa, con una sonrisa audaz. Hija del dueño de una cadena de talleres. Con piso, coche y unos padres ante los que hasta Antonia se encogió. Sofía no esperó invitación: irrumpió en sus vidas como un huracán, en tacones y con olor a perfume caro.

La primera cena fue un campo de batalla.
Antonia (dulcemente): “Sofía, la sopa está… picante. A Pedrito no le gusta eso”.
Sofía (con la boca llena): “¡A mí sí! Pedrito, pruébala, ¡está genial! Y si no, no la comas. Señora, ¿le gusta criticar por sistema?”.

*¿Señora?* Pedro se quedó con la cuchara en el aire.

“El polvo en la cómoda…”.
“Sí, ya lo veo. Pedrito, cómprate un robot aspirador. ¡El de mi padre es una maravilla! Usted perdone, señora, pero no soy su empleada”.

Pedro cambiaba ante sus ojos. Se enamoró de Sofía. De su energía, su descaro, su seguridad. Empezó a discutir con su madre. A decir “no”. A defenderla. El poder de Antonia se derretía como nieve en abril.

Ella luchó con desesperación. Lloró, acusó a Sofía de “cazafortunas”, fingió enfermedades. Sofía se limitaba a reír: “¿El corazón? Llamamos a una ambulancia privada. Que la revisen”.

Pasaron años. Tras una discusión especialmente feroz, donde Antonia gritó que Sofía era “una trepa sin vergüenza”, esta dijo con voz glacial:
“Antonia, usted le amargó la vida a la pobre Lucía. Ahora me la amarga a mí. Pero yo no soy Lucía. Pedrito, elige: o vive callada y sin entrometerse… o se va a otro sitio. No toleraré esta guerra en mi casa”.

Pedro miró a su madre. A su rostro torcido por el odio. Miró a Sofía. Vibrante, suya. Y dijo, firme:
“Mamá, necesitas tranquilidad. Y cuidados profesionales”.

Así, Antonia terminó en “Bienestar”, una residencia de lujo—pero residencia al fin. Todo fue rápido: un psiquiatra diagnosticó “principios de demencia”. El lugar era limpio, el personal amable. Pero no era su piso. No era su reinoY allí, entre las paredes frías de ese lugar que nunca sería su hogar, Antonia Jiménez comprendió demasiado tarde que el amor verdadero no se mide en pisos, coches o títulos, sino en los pequeños gestos de bondad que ella misma había despreciado.

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Despedí a la nuera silenciosa y terminé en un hogar de ancianos.