Perdidas ilusiones, esperanza encontrada: cómo perdí y volví a encontrar el amor
Siempre he sido una persona emocional. Enamoradiza, impulsiva, guiada no por la razón, sino por los sentimientos. A veces, eso jugaba en mi contra, y uno de esos errores casi me costó lo más valioso en la vida: el amor.
Esta historia comenzó, aparentemente de manera inocente, en una fiesta en las montañas, en el cumpleaños de una amiga. La diversión era intensa: música, vino, conversaciones hasta altas horas de la noche. Todo como en la juventud, cuando el mundo parece despreocupado y solo vives el momento. En un momento, me empecé a sentir mal: demasiado cava, muy poco sueño, música demasiado alta. Apenas recuerdo cómo alguien me arropó cuidadosamente con una manta y me acomodó en el sofá.
Por la mañana, me desperté destrozada, pero al bajar a la cocina, lo vi. De ojos azules, con una ligera sonrisa y una taza de café en la mano. Resultó ser quien se preocupó por mí durante la noche. Y de repente, surgió algo entre nosotros: una comprensión silenciosa, una emoción palpable. Pasamos el día juntos, caminamos por las laderas, reímos, nos rozamos las manos. Y luego, allí, con las montañas y el cielo de fondo, ocurrió un beso lleno de silencio, de viento y de algo casi predestinado.
No hablamos del futuro, parecía superfluo. Simplemente estábamos juntos. Pero pronto, la realidad volvió a la ciudad, y con ella regresó Pablo.
Lo había conocido unos meses antes de aquel viaje. Él, adulto, formal, confiable. Trabajaba en un banco, vestía impecablemente, decía cosas sensatas. Su amor no era un destello, sino un calor constante. Con él, me sentía madura, estable. Me infundía la confianza que tanto valoraba entonces.
Y me encontré atrapada entre dos mundos: el del extraño de ojos azules, salvaje y emocional, y mi tranquila y razonable conexión con Pablo. Me debatía, incapaz de decidir, hasta que… supe que estaba embarazada.
No estaba segura de quién era el padre. No fue tanto miedo como angustia. Pablo se volvió diferente en esos días: se encerró en sí mismo, se apagó. Y un día vino a verme con rosas y… con una despedida.
—Perdóname —dijo—, pero tengo que irme. Hay razones de las que no sabes, pero son importantes.
No me atreví a decirle sobre el embarazo. Simplemente asentí. Quedamos en vernos en un mes, pero él desapareció. Y yo me quedé sola con mis pensamientos, mi ansiedad y el bebé en mi vientre.
El de ojos azules, mientras tanto, me decepcionaba cada vez más. Un día hablamos de niños, y con una sonrisa sarcástica dijo que la familia era una carga, los hijos un obstáculo. Escuché a un extraño en sus palabras y de repente comprendí: la pasión ciega, pero no crea un soporte. Me alejé de él, sin escándalos, simplemente me fui.
Un mes después, finalmente me reuní con Pablo. Quería contarlo todo. Pero él estaba frío, contenido.
—Me voy para siempre —dijo—, porque no puedo darte lo que mereces. Adiós.
No le hablé del bebé. En su voz había dolor, pero también una puerta cerrada. Decidí: tendré y criaré al niño sola. Será mi elección. Y así lo hice.
Esperanza nació al amanecer. El nombre surgió por sí mismo, porque en ella estaba toda mi fe, toda mi fuerza, todo el amor que no había podido dar a Pablo.
El día del alta, me entregaron un paquete con cosas para la bebé. Dentro había una nota: “Lo sé. Y si lo permites, quiero estar a tu lado”. Era él, Pablo.
Me levanté temblando, me acerqué a la ventana, y lo vi abajo. Miraba hacia arriba, y en sus ojos había lo que había buscado toda mi vida: perdón, aceptación, amor.
Más tarde, me contó todo. Su partida fue dictada por el miedo, el miedo a no poder tener hijos. Lo sabía desde hace tiempo, simplemente lo ocultó. Cuando supo de mi embarazo, decidió que debía dejarme ir para que tuviera una oportunidad de una familia completa. Pero cuando por casualidad se encontró con mi amiga, ella le contó toda la verdad. Entendió que aún me amaba. Y que, quizás, era el destino.
Nunca volvimos a hablar de mi error. Él aceptó a Esperanza como su propia hija. Y ella creció en el amor, sin saber que entre sus padres alguna vez existió desconfianza y miedo. Pablo y yo aprendimos a vivir de nuevo, sin secretos, sin juegos. Aprendimos a escuchar y a perdonar.
Hoy, al mirar atrás, sé que a veces nuestros peores errores conducen al resultado más correcto. Lo importante es tener el valor de dar un paso al frente. Y no dejar ir a quienes amas.