«Me fui de la familia, y mi hijo se quedó con su padre… Ahora me odia y me llama traidora»
Me llamo Elena, tengo 42 años. Mi hijo, Arturo, cumplió dieciséis hace poco. Aunque siempre intenté ser una buena madre para él, hoy no quiere saber nada de mí. Me considera una traidora que abandonó a su familia. Todo porque un día me separé de su padre, Antonio, y desde entonces soy su enemiga.
Viví catorce años con Antonio. Al principio fue como en cualquier relación: amor, boda, el nacimiento de Arturo, sueños compartidos y pequeñas alegrías. Pero con el tiempo, el cariño se apagó. Dejamos de ser compañeros para convertirnos en extraños bajo el mismo techo. Él en su mundo, yo en el mío. Sin apoyo, sin conversaciones sinceras. La casa se volvió un campo de batalla silencioso, donde cada palabra dolía más que una navaja.
Cuando conocí a Víctor, no buscaba engañar a nadie. Solo sentí, por primera vez en años, que alguien me veía, me escuchaba, me respetaba. Él fue mi luz en la oscuridad. Tomé la decisión de irme. No para huir ni traicionar, sino para liberarme y, creía yo, darles a todos la oportunidad de ser felices de otra forma.
Pero la realidad fue cruel.
Antonio estalló de rabia. Usó su mejor arma: Arturo. Me prohibió llevarme al niño y, cuando intenté hablar con él, escuché:
—Me quedo con papá. Él sí es de verdad. Tú eres una traidora.
No podía obligarlo. No tenía derecho. Solo me quedó esperar que, con los años, lo entendiera.
Transfería dinero cada mes, a veces el doble. Compraba regalos, ropa, pagaba tratamientos. Antonio dejó su trabajo. Primero dijo que buscaba su camino, luego que su salud fallaba. Mientras, vivía de mis euros. Y le mentía a Arturo: «Tu madre nos abandonó y ahora regatea hasta el último céntimo», decía, aunque apenas sobrevivían.
En redes sociales, veía a Antonio comprándole zapatillas caras, auriculares de marca, viajes. Al principio me alegraba, pero luego entendí: manipulaba el dinero.
Víctor, mi actual marido, me propuso algo distinto:
—Elena, no debes mantener a un hombre que no se esfuerza. Abre una cuenta para Arturo: que ese dinero sea para su futuro, estudios o piso. No para que su padre se quede en casa mientras te desvives.
Dudé, pero al final llamé a Antonio:
—No enviaré más dinero a tu cuenta. Es hora de que asumas tu parte. Abriré una cuenta para Arturo.
La respuesta fue previsible: insultos, amenazas. Juró demandarme por la pensión, pero sabía que no podría: llevaba años sin trabajo formal, y yo transfería por voluntad propia, sin orden judicial.
Aun así, me sentí derrotada. Lo peor no eran las acusaciones, sino la mirada de Arturo. Gélida.
—Nos abandonaste. Y ahora nos quitas hasta el dinero —dijo al teléfono.
Intenté explicar que no lo rechazaba, que todo era por él. Pero ya no escuchaba. Había elegido a su padre. O la mentira que este le contaba.
Ahora vivo sintiendo que mi hijo me ve como una extraña. Cada noche pienso: ¿habría otra forma de actuar? ¿Valió la pena irme, si terminó así?
Pero sé que luché por mi vida. Y hoy no me rindo. Sigo siendo su madre. Lo amo. Y espero que, algún día, descubra la verdad. No mi versión, sino la que llegue a su corazón cuando madure. Cuando vea cómo fueron las cosas.
No espero gratitud. Solo deseo que vuelva a decir «mamá» sin rencor. Con el cariño que perdimos.