Deseo unos padres diferentes

**Quiero otros padres**

Lucía volvía del colegio con el corazón ligero. Ese día, en clase, habían recaudado dinero para flores y un regalo para la tutora. Y Pablo había dicho que a las mujeres les encantan las rosas. Además, cuando lo dijo, la miró de una manera especial.

Su mirada hizo que el corazón de Lucía latiera con fuerza. Estaba segura de que era una indirecta sobre su regalo para el Día de la Mujer. Las demás chicas se morirían de envidia.

Pablo le había gustado desde el primer momento en que entró en clase. El año pasado, su padre había sido trasladado a una base militar en su ciudad. Pablo era seguro, independiente, como si le diera igual lo que pensaran los demás. Eso atraía a Lucía, siempre preocupada por las opiniones ajenas, temiendo hacer el ridículo.

Los compañeros lo respetaban. No era el líder, pero todos, incluso los profesores, escuchaban lo que decía.

Era finales de febrero, pero ya se sentía la primavera: los pájaros cantaban al amanecer, el sol brillaba más a menudo y los carámbanos goteaban sobre los alféizares. El corazón de Lucía palpitaba ante el presentimiento de algo mágico.

Al abrir la puerta de casa, los gritos la recibieron. Sus padres discutían otra vez. ¡Qué hastío! Su buen humor se esfumó. Antes todo era distinto: iban juntos a la playa, celebraban la Navidad lanzando petardos. ¿Y si se divorciaban? ¿Acabaría todo eso?

La madre de su compañera Nora se había cortado las venas cuando su padre las abandonó. Nora lloraba en clase. En cambio, Laura decía que era más cómodo que sus padres vivieran separados: ambos le daban regalos y dinero. ¿Pero era eso la felicidad?

Los gritos cesaron de repente. Lucía, de puntillas, se acercó a la cocina. Su padre estaba de espaldas, mirando por la ventana. Su madre, sentada a la mesa, ocultaba el rostro entre las manos. Sus hombros temblaban.

—Tranquilízate, Lucía llegará pronto —dijo su padre sin volverse—. ¿Qué más quieres que haga para que me creas? —Entonces lo vio en el umbral.

—¿Cuánto llevas escuchando? —preguntó él, molesto.

—Lo suficiente —respondió Lucía, fría.

—¿Para entender qué? —su madre apartó las manos del rostro.

Tenía la nariz hinchada, los ojos rojos y el rímel corrido. *¿No se da cuenta de que así solo aleja más a papá?*, pensó Lucía, irritada.

—Queréis divorciaros —soltó.

Su padre frunció el ceño, pero no dijo nada.

—¿Y habéis pensado en mí? ¿Ya sabéis con quién viviré? Somos tres. ¿Mi opinión no importa? ¡No quiero elegir, quiero estar con los dos! —La voz de Lucía tembló—. Si os habéis cansado, ¡yo también quiero otros padres! ¡Os odio… a los dos!

Dio media vuelta y salió corriendo, se abrigó a toda prisa y se lanzó a la calle.

—¡Lucía! —gritó su madre, pero la puerta ya se había cerrado.

No esperó al ascensor, bajó por las escaleras. Afuera, el frío nocturno la envolvió. Se detuvo a ponerse los guantes. Pensó en visitar a alguna amiga, pero no tenía ganas de hablar. ¿Quién la entendería si ni sus padres la escuchaban?

Caminó sin rumbo. Durante el día, los carámbanos se derretían, pero ahora el hielo cubría las aceras. Tras dos paradas, entró en un supermercado para calentarse. El aroma de embutidos y pan recién horneado le hizo agua la boca.

Rebuscó en sus bolsillos y encontró unas monedas. Compró un bollo y, al salir, se lo comió casi sin respirar. Cuando se atragantó con el último pedazo, una voz la llamó.

Era Jorge, de la clase paralela.

—Hola —saludó—. ¿De paseo?

Lucía, con la boca llena, no pudo responder. Él sacó una botella de agua de su mochila.

—Toma, no te atragantes.

Ella le lanzó una mirada agradecida y tragó.

—Gracias —dijo, devolviéndole la botella.

—Tu casa queda en la otra dirección —observó él.

—No es tu problema —replicó ella.

—Es tarde, no es seguro andar sola. Te acompaño.

Lucía dudó, pero al final asintió. Caminaron hablando de los entrenamientos de Jorge, de los profesores… Al llegar a su calle, ella se detuvo.

—¿No quieres entrar? —preguntó él—. ¿Problemas en casa?

—Se están divorciando —murmuró.

—Entiendo. Cuando mi padre se fue, yo también lo pasé mal. Hasta me escapé de casa. Pensé que, mientras me buscaban, tal vez se reconciliarían.

—¿Y? —preguntó Lucía, intrigada.

—Se reconciliaron, pero él se fue igual. Pasé dos noches en un sótano hasta que la policía me encontró. El olor a humedad no se me quitó en semanas.

—¿Y tu padre?

—Tiene una esposa joven. Bonita, pero… en fin. Mi madre es mejor —respondió Jorge.

—¿Ella tiene a alguien?

—No. Solo me tiene a mí. Aunque no me molestaría que conociera a alguien… Pero aún lo quiere a él.

—Hablas de esto con tanta naturalidad —dijo Lucía, sorprendida.

—¿De qué sirve sufrir? No cambiará nada. Al menos ahora hay paz en casa. Antes se pegaban. Mira el lado bueno: si mi padre se hubiera quedado, seguiría engañándola. Ahora lo superó. ¿Quieres pasar a tomar algo? Un té, para entrar en calor.

Lucía miró la calle desierta.

—Vale.

La habitación de Jorge era estrecha, con pósteres de motos y actores de cine. Mientras él preparaba té, ella hojeó sus libros: *El conde de Montecristo*, *Los tres mosqueteros*… Hasta un libro de poesía de Machado.

El té estaba caliente, la comida, deliciosa. El cansancio la venció y se durmió en el sofá.

Despertó a medianoche, con ganas de ir al baño. Jorge la acompañó.

—Creo que me voy a casa —dijo ella después.

—A estas horas, sola, ni hablar. Te acompaño.

Al salir, el frío la golpeó. Caminaron en silencio hasta su portal.

—Gracias —dijo ella.

—Cuando quieras.

Al entrar, su madre la abrazó, histérica.

—¡Hemos llamado a todos los hospitales! —gritó.

Su padre apareció en la puerta del salón.

—¿Estás bien? —preguntó.

—Sí. Buenas noches —respondió Lucía, encerrándose en su habitación.

A la mañana siguiente, su madre la esperaba en la cocina.

—No nos divorciaremos. Por ahora —dijo, con los ojos hinchados.

—¿Por mí? ¿Seguiréis amargándose? Pues escuchad: si no dejáis de discutir, me iré de verdad.

—Nos asustaste mucho. Dime… ¿Me veo mal? —preguntó su madre de pronto.

—No es que… Llevas años igual. Cámbiate el pelo, píntate… Si quieres que papá no mire a otras.

—No me mires así. Tú preguntaste. Mamá, ¿en qué te has convertido?

—¿En qué?

—En una mujer invisible. Arréglate, cómprate algo bonito… Voy tarde al instituto.

—Te vi llegar con un chico. ¿Estuviste con él anoche?

—Es Jorge, de la—No te preocupes, mamá, solo me cuidó —respondió Lucía, y antes de salir, añadió con una sonrisa—: Igual hasta os cae bien cuando lo conozcáis.

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