**Quiero otros padres**
Lucía volvía del colegio con el ánimo por las nubes. Hoy en clase habían recogido dinero para flores y un regalo para su tutora. Y Adrián había dicho que a las mujeres les encantan las rosas. Además, la miró de un modo especial, como si sus palabras fueran solo para ella.
Aquella mirada hizo que su corazón latiera con fuerza. Decidió que era una pista sobre su regalo para el Día de la Mujer. ¡Las demás chicas se morirían de envidia!
Adrián le había gustado desde el primer día que entró en clase. El año pasado, su padre había sido destinado a una base militar en su ciudad. Adrián era seguro de sí mismo, independiente. Parecía no importarle lo que pensaran los demás. Eso atraía a Lucía, quien siempre estaba pendiente de las opiniones ajenas, temiendo quedar en ridículo.
Los compañeros admiraron al nuevo alumno desde el principio, aceptándolo como uno más. No era el líder, pero hasta los profesores valoraban su opinión.
Era finales de febrero, pero el aire ya olía a primavera: los pájaros cantaban al amanecer, el sol calentaba más y los carámbanos goteaban en los aleros de los tejados. El corazón de Lucía palpitaba ante la expectativa de algo mágico.
Al abrir la puerta de su casa, los gritos la recibieron. Otra vez sus padres discutiendo. Ya estaba harta. El buen humor se esfumó. Antes todo era distinto: viajaban juntos a la playa, celebraban la Navidad con petardos. ¿Y si se divorciaban? ¿Se acabaría todo eso?
La madre de su compañera Laura había intentado quitarse la vida cuando su padre las abandonó. Laura lloraba en clase. En cambio, Sonia decía que era mejor que sus padres vivieran separados: ambos le daban regalos y dinero. Pero, ¿acaso la felicidad estaba en eso?
Los gritos cesaron de repente. Lucía, de puntillas, se asomó a la cocina. Su padre estaba de espaldas, junto a la ventana. Su madre, sentada a la mesa, ocultaba el rostro entre las manos. Los hombros le temblaban. Estaba llorando.
—Tranquila, Lucía volverá pronto —dijo su padre sin girarse—. ¿Qué tengo que hacer para que confíes en mí?
En ese momento, la vio en la puerta.
—¿Cuánto llevas escuchando? —preguntó con aspereza.
—Lo suficiente para entenderlo todo —contestó Lucía, tajante.
—¿Entender qué? —su madre apartó las manos de la cara.
Tenía la nariz enrojecida, los ojos hinchados, el rímel corrido. «¿Cómo no ve que así solo alejará más a papá?», pensó Lucía, irritada.
—Queréis divorciaros —soltó de golpe.
Su padre frunció el ceño, pero no dijo nada.
—¿Y habéis pensado en mí? ¿Ya decidisteis con quién viviré? No somos dos, somos tres. ¿Mi opinión no os importa? ¡No quiero estar solo con uno, quiero estar con los dos! —Lucía también alzó la voz—. Si os habéis cansado el uno del otro, ¡yo también quiero otros padres! ¡Os odio… a los dos!
Su voz temblaba, ahogada por las lágrimas. Dio media vuelta, se abrigó a toda prisa y salió corriendo de casa.
—¡Lucía! —el grito de su madre se perdió tras la puerta.
No esperó al ascensor; bajó por las escaleras. Afuera, se detuvo para ponerse los guantes. Pensó en ir a casa de alguna amiga, pero no tenía ganas de hablar. ¿Quién la entendería, si ni sus padres parecían ocuparse de ella?
Caminó sin rumbo. Durante el día, los carámbanos se derretían y caían de los tejados, pero al anochecer helaba de nuevo. Tras dos paradas, entró en una tienda para calentarse. Al ver el jamón y los bollos, se le hizo la boca agua.
Rebuscó en el bolsillo del abrigo y encontró unas monedas. Compró un bollo y, al salir, comenzó a comérselo. Justo cuando se llevaba el último trozo a la boca, alguien la llamó.
Era Íñigo, de la clase paralela.
—Hola —dijo—. ¿De paseo?
Lucía, con la boca llena, no pudo responder. Tragar aquel pan seco no era fácil.
Íñigo sacó una botella de agua de su mochila y se la ofreció.
—Toma, si no te importa. No vayas a atragantarte.
Ella le sonrió agradecida y bebió. Por fin pudo tragar.
—Gracias —dijo, devolviéndole la botella.
—Creo que tu casa está en la otra dirección —comentó él.
—No es asunto tuyo.
—Es tarde, no es seguro andar sola. Las tiendas ya cierran. Vamos, te acompaño.
Lucía vaciló, pero al final caminó junto a él. Hablaron de las competiciones deportivas de Íñigo, de los entrenamientos, de los profesores. Al llegar a su calle, Lucía se detuvo.
—¿Vives aquí? ¿No quieres entrar? ¿Problemas en casa? Me suena —dijo Íñigo con una sonrisa burlona.
—Se van a divorciar —susurró ella.
—Ah. Cuando mi padre se fue, también lo pasé mal. Discutían tanto que una vez me escapé. Pensé que, buscándome, tal vez harían las paces. El dolor une a la gente.
—¿Y? —preguntó Lucía, intrigada.
—Se reconciliaron mientras me buscaban. Pero al final, él se fue igual. Pasé dos noches en un sótano hasta que me encontró la policía. El olor me persiguió mucho tiempo, aunque lavé toda la ropa.
—¿Y tu padre? —Lucía lo miraba fijamente.
—¿Qué pasa con él? Tiene una mujer joven. Guapa, pero mala gente. Mi madre es mejor.
—¿Ella… tiene a alguien?
—¿Un novio? No. Me tiene a mí. Aunque no me importaría que se casara. Pero aún quiere a mi padre.
—Hablas de esto con tanta naturalidad —dijo Lucía, sorprendida.
—¿De qué sirve angustiarse? No cambiará nada. Al menos ahora hay paz en casa. Antes se pegaban. Todo tiene algo bueno. Si mi padre se hubiera quedado, habría seguido engañando a mi madre. Mejor sufrir una sola vez. Oye, ¿quieres venir a mi casa? Te preparo té.
—¿Y tu madre? —preguntó Lucía, alarmada.
—No sale del salón por las noches. Pasaremos directo a mi cuarto. Vamos, ¿o prefieres seguir helándote?
Lucía miró la calle vacía. Hasta los coches escaseaban.
—Vale —aceptó, resignada.
La casa de Íñigo quedaba más allá del colegio; por eso apenas se habían cruzado antes.
—¿Ves a tu padre? —preguntó Lucía.
—A veces. Parece feliz. Él tiene su vida; nosotros, la nuestra.
Caminaron en silencio. Dentro, entraron sigilosamente en el cuarto de Íñigo. Lucía no vio luz bajo la puerta del dormitorio de su madre ni oyó la tele. Quizá ya dormía.
La habitación era estrecha, con carteles de motos y actores de cine en las paredes.
—Eso es de cuando era pequeño —explicó—. No he tenido tiempo de quitarlos. Hazte cómoda, voy a buscar algo de comer.
Al marcharse, Lucía examinó los libros. Entre los de texto, encontró *Ivanhoe* y *Los tres mosqueteros*. Un poemario de Machado la sorprendió. No imaginaba que a los chicos les gustara la poesía.
Cuando empezaba a preocuparse por su demora, Íñigo regresLucía se quedó dormida en el sofá, y al despertar al amanecer, encontró un mensaje de sus padres pidiéndole perdón y prometiendo esforzarse por ser mejores.