**10 de mayo**
Taís siempre se despertaba antes de que sonara el despertador, como si llevara un reloj interno. Se levantaba, se lavaba y preparaba el desayuno. Cuando su marido entraba en la cocina, afeitado y perfumado, le esperaban huevos revueltos o escalfados, pan rebanado con jamón y queso, y una taza de café fuerte. Ella se conformaba con café y unos trozos de queso sin pan.
Llevaban treinta años juntos. Tanto se conocían que casi no hablaban, especialmente por las mañanas. “Hasta luego”, “Hoy llegaré tarde”, “Gracias…” Sabían interpretar el estado del otro con una mirada, un silencio, hasta con los pasos. ¿Para qué más palabras?
—Gracias —dijo Nicolás, terminando el café, y se levantó de la mesa.
Al principio de su relación, siempre la besaba en la mejilla antes de irse. Ahora solo daba las gracias. Trabajaba como ingeniero en una fábrica de trenes y salía temprano para evitar el tráfico hasta el otro extremo de Madrid.
Taís recogió la mesa, lavó los platos y se preparó. Era profesora en la universidad, a solo dos paradas de su casa. Siempre iba caminando, lloviera o hiciera viento. Alta, delgada, vestida con trajes de pantalón gris y blusas claras.
Su pelo, antes oscuro, ahora estaba entrecano. Lo llevaba en una trenza fina recogida, sin maquillaje ni joyas, salvo su alianza. En clase hablaba mucho; en casa prefería callar. A Nicolás le gustaba el silencio. Para muchos eran la pareja perfecta.
Él era dos años mayor, pero seguía siendo atractivo. Taís sabía que otras mujeres lo miraban. De joven había sentido celos; con los años lo asumió con filosofía. “¿Adónde va a ir? Nadie le cocinará como yo”. Y era cierto: cocinaba divinamente.
Tenían una hija que, tras graduarse, se casó con un militar y se mudó con él.
Los estudiantes la respetaban. Seria, pero justa. Si alguien no sabía la respuesta, pero había estudiado, le ayudaba. A los que copiaban, los suspendía sin piedad.
Nunca se unió a los cotilleos de la facultad. Hasta que un día, en la cafetería, oyó a dos alumnas hablar de ella:
—¿Qué te parece la profe de Química? Un bluemonday. Si no fuera por el anillo, diría que es una solterona.
—Tiene marido, por cierto, muy guapo. Y una hija ya casada —contestó la otra.
Taís terminó su comida, se levantó y las miró. Las chicas balbucearon una disculpa.
“Solterona. Bluemonday. Así me ven”. En el despacho, se miró al espejo. “¿Qué habrá visto Nicolás en mí?”. Sonó el timbre y volvió a clase.
Esa tarde preparó estofado. Nicolás solía aparcar bajo su ventana, pero hoy no estaba. De pronto, oyó la puerta.
—¿No has venido en coche? ¿Se ha estropeado?
—No, lo dejé en otro sitio.
No preguntó por qué. Sacó la comida del horno y notó su mirada esquiva.
—Taís, siéntate.
Él respiró hondo.
—Amo a otra mujer. Me voy con ella.
Sus dedos se aferraron hasta doler.
—Perdón. Iré a recoger mis cosas —dijo él, y salió.
Taís oyó el ruido de las perchas vacías, la cremallera de la maleta. Esperó que volviera, que dijera que lo sentía. Pero la puerta se cerró.
¿Por qué no había aparcado ahí? ¿Para que los vecinos no vieran? ¿O porque ella estaba en el coche? Lavó su cara llorada y recordó el estofado. Lo envolvió en papel de aluminio y lo llevó a sus vecinos, una pareja mayor. Pero al abrir, encontró a una joven.
—¿Los Sáenz? Se mudaron. Somos nuevos. Soy Sandra, y mi marido es Iván. ¡Qué bien huele!
—Es para ustedes. Feliz mudanza —dijo Taís, forzando una sonrisa fallida.
Esa noche no durmió. Por la mañana, fue a trabajar como siempre. No cenó. Sandra apareció con un trozo de tarta.
—Ayer nos diste de comer. Mi marido quiere la receta —sonrió, pero al ver su mirada, añadió—: ¿Cree que le robé a Iván? No. Su ex se fue hace tres años. Él casi se hunde. Hasta que le conocí.
Taís probó la tarta.
—Demasiado azúcar.
—Ya lo sé. ¿Me enseña a cocinar? Soy peluquera. Podría cortarle el pelo. Le quedaría genial corto.
—No.
Pero días después, cambió de opinión. Sandra le cortó la trenza y tiñó su pelo. Cuando lo vio, no se reconoció.
—¡Está preciosa! —exclamó Sandra.
Empezaron a pasar tardes juntas. Taís enseñaba recetas; Sandra le devolvió la risa. Hasta compraron vestidos nuevos.
Una primavera, al llegar a casa, oyó una voz conocida.
—Taís. —Era Nicolás, más delgado, avejentado—. No te reconocí. ¿Te has cortado el pelo?
—¿Viniste por tus cosas? ¿Por qué no subiste?
—No sé.
Dentro, él miró el perchero.
—¿Pensaste que no estaba sola? Entonces, ¿para qué viniste?
—Quiero volver. Fue un error. Ella no cocina, y estoy harto de comer fuera.
—Yo ya casi no cocino. Solo para mí.
—Sé que no merezco perdón. Pero no tengo adónde ir. ¿Se lo dijiste a nuestra hija?
—No. Esta casa también es tuya. Podemos intentar venderla.
Él palideció.
—Bien. Yo cocinaré, pero tú lavarás los platos y harás la compra. Limpia tu habitación. Yo plancharé tus camisas —dijo, mirando su arruga con desdén.
Lo vio fregar el suelo, oyó sus suspiros por la noche. Treinta años no se borran. A veces quería acariciarle el pelo, decirle que lo echó de menos. Pero el orgullo no se lo permitió.
**Lección:** El tiempo perdido no vuelve, pero a veces, la segunda oportunidad enseña más que la primera. Aunque el perdón no borre el dolor, el amor antiguo deja huellas que ni el orgullo puede borrar del todo.