Desenlace Sorpresivo

Pues a los cuarenta y cuatro años me toca rehacer la vida por completo se decía María mientras empacaba su maleta. Le contaré al hijo cuando me asiente en el nuevo puesto. Menos mal que mi madre sigue viva; lástima lo que pasó con mi padre, que se nos fue temprano al otro mundo. Él era odontólogo y yo decidí seguir sus pasos.

María se había separado de su marido. El divorcio fue sin sobresaltos; Álvaro ya estaba listo para la ruptura, pues ella le había advertido varias veces:

Si no dejas el juego, me divorcio de ti. Ya no quiero seguir manteniéndote.

Él prometió dejar esa afición, pero la voluntad nunca lo alcanzó. Llevaron veintidós años de matrimonio, de los cuales diez los pasó con esa vida de apuestas. Las deudas fueron suyas, pero al principio la pagó María.

Cariño, por favor, no te separes de Álvaro le suplicaba la suegra. Tal vez algún día deje de apostar. Yo también estoy harta de darle dinero. No consigo ni para un día negro.

Ya estoy cansada y sin fuerzas le contestó María una tarde. He presentado la demanda y le aviso para que no le sorprenda.

María, ¿y a dónde vas a ir? ¿A alquilar un piso? Ese apartamento es de Álvaro, él no se irá de él.

¿Alquilar? Me marcho a la ciudad de Valencia y no diré a dónde, por si Álvaro me sigue fastidiando. Renuncié al trabajo; los odontólogos se necesitan por todas partes, así que no me perderé. Siempre quise abrir mi propio consultorio, pero con el marido perdiendo el dinero

María se instaló con su madre en la gran y querida Sevilla, su ciudad natal. Después de acabar la carrera había pensado en volver allí, pero se casó con Álvaro, que no quiso mudarse, sobre todo porque ya tenía un piso de dos habitaciones, herencia de su abuela que había ido a vivir con sus padres.

¡Mamá! abrazó María a su madre con entusiasmo. He llegado para quedarme, tal como te prometí.

Bien hecho, hija, ya te lo dije. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Luis, tu hermano, te entenderá; ya está en la universidad exclamó la madre, enfermera jubilada, con una sonrisa que iluminaba la habitación.

Al día siguiente, María preguntó:

Mamá, ¿y el señor Antonio, sigue trabajando o ya está pensionado?

Sigue al pie del cañón; tiene su propia clínica dental y ya no trata pacientes, solo dirige. Ya he hablado con él y te aceptará. Lo mencioné cuando me dijiste que vendrías para quedarte.

Madre, eres un cañón. El amigo de papá siempre nos echó una mano. Lo conocí cuando estaba de vacaciones y él ya me aseguraba que podía contar con él. Hoy mismo lo visitaré.

Llevaba dos años trabajando como odontóloga en la clínica pública de Sevilla. Ya se había acostumbrado a la ciudad, a su sillón dental y a sus pacientes habituales. Incluso Luis, ya mayor, venía de vacaciones; estaban contentos de que él no hubiera ido a vivir con su padre.

Al terminar de atender a una paciente, María se volvió hacia la enfermera Xenia:

Llama al siguiente.

Por favor, pasedijo Xenia al abrir la puerta del consultorio.

María echó una mirada rápida al hombre de mediana edad que acababa de entrar. No lo había visto antes, así que debía ser su primera visita.

Me pregunto si ha venido por casualidad o si alguien le ha recomendadopensó. Le indicó el asiento.

El hombre se sentó, con el semblante sereno.

Ábrame la boca ordenó María, y tras examinar, anunció: caries en el tercio superior derecho, hay que extraer el diente ocho. Le miró fijamente a los ojos.

Trátenme, sáquenlo respondió el apuesto hombre.

Xenia, prepárame la anestesiadijo María, le haré la inyección y no sentirá nada.

No quiero la inyección repuso él bruscamente.

¿Qué no? quedó sorprendida María.

Trátenme sin anestesia

María se quedó boquiabierta y pensó:

O es un robot o es un masoquista que disfruta del dolor De todos modos, seguiré adelante.

Ese paciente la irritaba un poco. Ni siquiera arqueó una ceja cuando ella taladraba el diente. Tras aplicar el material, le preguntó con delicadeza:

¿Le duele?

No respondió él con la misma calma, aunque María sabía que era insoportable.

Lo veré en dos días para la restauración dijo él, poniéndose de pie mientras Xenia lo observaba con curiosidad.

Qué tipo de hombre, comentó Xenia al cerrar la puerta. Tan valiente sin anestesia.

Yo diría que es un hipócrita replicó María. Pretende aguantar, pero no quiere mostrar el sufrimiento. Si te duele, dilo, no te hagas el macho.

María, creo que está enamorado de ti dijo Xenia con una sonrisa. No te ve como odontóloga, sino como mujer. Tal vez quiso aparentar dureza para impresionarte.

Vaya, Xenia, tienes imaginación de cine rió María.

No es cosa de fantasía. Apenas te he visto, pero tengo la sensación de que pronto querrá invitarte a una cita.

¿Y cómo se llama el paciente? preguntó María. Procopio, ¿no? Pues no tiene ninguna oportunidad

¿Por qué? inquirió la enfermera, algo decepcionada.

Porque me atraen los hombres sensibles, los que sienten y no ocultan sus emociones. Ese tío parece un Terminator.

El día acordado, Procopio llegó puntual al final de la jornada. Xenia le dio la bienvenida como a un viejo conocido:

Adelante, Procopio Antón.

María lo saludó, aunque con cierto desdén:

Buenas, siéntese. Hoy le pondremos una obturación.

El procedimiento se alargó bastante, pero Procopio aguantó con dignidad.

¿Le ha dolido? volvió a preguntar María.

No contestó él, breve.

Seguro que miente pensó María mientras preparaba el composite.

Cuando todo estuvo listo, Procopio se levantó, la miró a los ojos y dijo:

Gracias Creo que hoy soy su último paciente. Tengo coche, ¿le llevo a casa?

No, llegaré por mis propios medios. ¿Le apunto una cita para la extracción?

Sí, apúntenme.

¿Hay hueco el sábado?

Xenia hojeó la agenda y respondió:

Sí, a las nueve de la mañana, el resto está lleno.

Entonces a las nueve me vale afirmó Procopio.

A María le encantaba llegar al sábado a la clínica; el tráfico era mínimo y la gente disfrutaba del fin de semana. Al entrar, se cambió tranquilamente, tomó su bata blanca y hasta preparó una tacita de café antes de sentarse junto a la ventana.

Veinte minutos antes de su primera cita, bebía despacio su café cuando vio a Procopio paseando nervioso por la calle frente a la clínica, subiendo y bajando de un banco.

Qué habrá pasado para que hoy parezca tan inseguro se preguntó María.

Guardó la taza, abrió la ventana y le gritó:

¡Procopio, pase! le respondió él sorprendido.

¿Ya? ¿No son las nueve todavía?

No importa, ya estamos aquí, ¿para qué esperar? sonrió ella y cerró la ventana.

Procopio entró, se sonrojó y dijo:

No estoy del todo listo.

No lo creo, parece que el robot se ha quedado sin pilas.

¿Puedo sentarme ahora o después? preguntó él.

¿Después de qué? replicó María.

Procopio, rojo como un tomate, explicó:

No es que sea cobarde, pero le tengo miedo a los dentistas, en realidad. Cada vez que voy, me preparo mentalmente.

No entiendo dijo María. Entonces, ¿por qué rechazó la anestesia?

Porque los pinchazos me aterran aún más confesó él.

Ya veo dijo María en tono serio. No es nada gracioso; a casi todo el mundo le da miedo la aguja. Pero le prometo que será casi indoloro.

Tras la anestesia, Procopio parecía más pálido, pero María le sonrió cálidamente y el procedimiento concluyó sin contratiempos.

El lunes siguiente, Procopio apareció frente a la clínica con un gran ramo de flores, mirando el reloj. Los colegas lo observaban curiosos, preguntándose quién le había enviado tal detalle matutino.

María se acercó y, al reconocerlo de inmediato, le ofreció el ramo.

Buenos días, esto es para usted. Resulta que la aguja no me dolió en absoluto. Todo bien, gracias, y si le parece, le invito a cenar esta noche.

¡Qué formal! respondió Procopio, sonriendo con una dentadura perfecta. No me opongo.

Perfecto, ya tengo su número, le llamo y nos vemos.

La cita fue un éxito, y María recordó las palabras de Xenia: Procopio era, en efecto, un hombre encantador, sensible y con mucha clase.

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